Cazadores furtivos, narcotraficantes, misioneros cristianos y una de las tasas de deforestación más altas del mundo amenazan el aislamiento voluntario del pueblo ayoreo totobiegosode. Los ayoreo que han sido expulsados del bosque deben superar el shock de adaptarse a la sociedad industrializada y, además, plantar cara a la deforestación que nunca se detiene.
Basta usar Google Maps para observar cómo el territorio ancestral ayoreo, que antes ocupaba 30 millones de hectáreas de bosques vírgenes entre Bolivia y Paraguay, está siendo arrasado y sustituido por actividades productivas. Unas 250.000 hectáreas de bosques, como el quebracho blanco y otras especies centenarias chaqueñas, están siendo taladas cada año para producir el carbón que se envía a las barbacoas europeas y estadounidenses, según estudios de la ONG Guyra Paraguay.
“No queremos más contactos, nos sirve esto, nuestro hábitat sigue existiendo, no queremos ser parte del desmonte ni de la ganadería. No queremos ser peones en las estancias y vivir en campos de concentración”, dice Tagüide Picanerai, uno de los portavoces de los ayoreo totobiegosode, el único que vive en Asunción, la capital paraguaya, donde estudia en la universidad para ser maestro.
Tagüide habla ayoreo, guaraní y español (los dos últimos, idiomas oficiales de Paraguay) y es el principal enlace entre los clanes totobiegosode, uno de los siete subgrupos ayoreo, pueblo formado por 8.000 personas y transfronterizo entre Bolivia y Paraguay. Sus padres vivían en el bosque hasta que fueron obligados a salir en 1986 a tiros, literalmente. Él nació dos años después en Campo Loro, un centro de refugiados donde los misioneros confinaron a distintas etnias del Chaco que fueron desterradas desde 1970, en plena dictadura militar de Alfredo Stroessner, la más larga de América del Sur (1954-1989).
Es de noche en Chaidí, la aldea de cabañas de madera de palo santo y suelo de tierra que en idioma ayoreo significa asiento. Allí viven unas 200 personas totobiegosode que fueron expulsadas a la fuerza de su vida nómada en los bosques vírgenes del Gran Chaco. Contactos violentos de madereros, traficantes y militares han afectado a todos los pobladores originarios del Chaco desde la colonización europea, pero una parte de los ayoreo totobieogosode han logrado resistir y mantener hasta hoy su forma de vida.
Chaidí significa también «refugio» en su idioma materno, porque es donde se ha ido quedando en los últimos 20 años la mayoría de los que fueron expulsados del bosque por misioneros y militares. Esta comunidad vive en lo que los antropólogos llaman «situación de contacto inicial con la sociedad envolvente», que somos nosotros: los periodistas, los ganaderos, los madereros, los misioneros, los capitalinos, el Estado, las organizaciones no gubernamentales (ONG), las sectas, las inmobiliarias, los inversores extranjeros…
Chaidí está lejos en el tiempo y en el espacio. Tras unos 500 kilómetros de viaje desde la capital, pasando también humedales que visitan loros, cuervos, jaguares, osos hormigueros, armadillos y serpientes, al llegar a la ciudad de Filadelfia, la urbe más grande del Chaco, la región menos poblada de Paraguay, aún faltan dos horas de todoterreno por casi un centenar de kilómetros de caminos enlodados.
Junto a su padre y al resto de hombres adultos de la comunidad, Tagüide patrulla armado con una escopeta y un GPS (sistema de posicionamiento global) las tierras comunales tituladas a nombre de su pueblo tras más de dos décadas de lucha judicial. A petición de los ayoreo totobiegosode, la organización no gubernamental GAT en 1993 inició los trámites jurídico-administrativos ante el Estado paraguayo para la restitución de 550.000 hectáreas de monte virgen ubicado en el departamento Alto Paraguay. Es solo una parte de su territorio tradicional, estimado en unos 2,8 millones de hectáreas en Paraguay. Fue reconocida en el año 2001 como Patrimonio Natural y Cultural (tangible e intangible) Ayoreo Totobiegosode por el Gobierno paraguayo, pero hasta ahora solo han sido tituladas unas 140.000 hectáreas y son prácticamente los últimos remanentes vírgenes del Chaco que quedan en el país. Recorren el territorio rebosante de aire caliente y tierra seca para documentar las invasiones y expulsar a los madereros y a los estancieros de ganado que abusan de su poder, quitándoles bosques con sus máquinas y tierras con sus cercados.
Cada vez hay menos bosque. Más y más árboles cayendo cada día que no se ven ni se oyen en las capitales del mundo pero que son como terremotos para las personas que viven en el bosque y con el bosque. Así como para la flora y fauna del Gran Chaco y de toda América. Cada vez hay menos bosque. Cada vez, hay menos.
En uno de sus patrullajes en junio de 2020, el grupo de guardianes ambientales ayoreo totobiegosode descubrió tractores y buldóceres amarillos parecidos a los que se usan para derribar edificios. En menos de 48 horas, esas máquinas estruendosas destruyeron 800 hectáreas de bosque. Una superficie inmensa ha quedado ahora cubierta de ramas rotas, tierra revuelta y raíces del revés; de troncos centenarios rotos y arrancados. Ni pájaros quedan. Los ayoreo tomaron fotos e hicieron la denuncia a la Fiscalía. Hasta agosto estaban esperando que alguien del Ministerio Público apareciera a constatar los hechos y perseguir a los culpables.
La zona destruida es un corredor por donde transitan (o transitaban) habitualmente los jonoine urasade, el subgrupo de ayoreo totobiegosode, familiares directos de Tagüide, su padre Porai y otros grupos ayoreo como los garaygosode y guidaigosode. Los jonoine urasade son, que se sepa hasta ahora, el único grupo humano que vive en aislamiento voluntario en toda América fuera de la Cuenca Amazónica. En el corazón del Gran Chaco, viviendo en grupos de unas cincuenta personas, cazando y recolectando, ejerciendo su derecho a la autodeterminación y manteniendo su sistema de vida nómada dentro del bosque, reconocido por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos y por la propia Constitución paraguaya.
Un caso único en América
Solo quedan 120 pueblos aislados en todo el continente americano, la mayoría en la frontera de Brasil con Venezuela, Colombia, Perú y Bolivia. Saben lo que hay fuera: guardias armados de estancias ganaderas, narcotraficantes y contrabandistas de madera, misioneros religiosos y fiscales corruptos. Y no les gusta. Especialistas en conservación ambiental concuerdan con los ayoreo: su supervivencia depende de que se detenga la deforestación en la zona y se garanticen sus títulos de tierra.
Los ayoreo son uno de los diecinueve pueblos indígenas de Paraguay y, como ha ocurrido con los demás, se han convertido en forzados guardianes contra la deforestación. En su caso, del segundo bosque más grande de América del Sur, el Gran Chaco, compartido entre Argentina (60%), Paraguay (23%), Bolivia (13%) y Brasil (4%).
Este ecosistema inmensamente valioso es uno de los lugares del planeta donde más rápido avanza la deforestación. Paraguay fue el país más deforestado de América del Sur desde 1990 hasta 2015, según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). Ahora sigue en segunda posición, según el sistema satelital Global Forest Watch (GFW). Desde 2010, la organización Guyra Paraguay efectúa un monitoreo en todas las tierras del Gran Chaco Americano (Argentina, Paraguay y Bolivia) que han sufrido un cambio de uso. Hasta junio de 2018 sumaban 2.925.030 hectáreas.En junio de 2020, la pérdida de superficie boscosa alcanzó las 33.959 hectáreas, lo cual equivale a casi dos veces el tamaño de la ciudad de Buenos Aires y más de tres veces el de Asunción.
El cálculo de la ONG Guyra Paraguay es que unas 250.000 hectáreas de bosques son destruidas cada año en la zona Occidental. Unas 1.400 hectáreas por día, unos siete árboles por segundo son talados aquí, donde grandes latifundistas como el expresidente paraguayo Horacio Cartes, o empresas inmobiliarias españolas como el Grupo San José, o brasileñas como Yaguareté Pora, compran las tierras ancestrales indígenas que aún no han sido tituladas a su favor y consiguen licencias ambientales para derribar los bosques sin consulta previa, ni reparación prevista a las comunidades nativas que lo reclaman.
Hasta mediados del siglo XX, los ayoreo habitaban un territorio del norte del Chaco cuya extensión superaba las 30 millones de hectáreas (300.000 Km²) en lo que ahora son dos países diferentes: Paraguay y Bolivia. Ocupaban prácticamente todo el espacio al interior del Chaco Boreal delimitado por los ríos Paraguay, Pilcomayo, Parapetí y Río Grande.
Hasta el inicio de los contactos forzados por la sociedad envolvente, alrededor de 1945 en Bolivia y un poco antes de 1960 en Paraguay, tanto la extensión del territorio como el número de integrantes, unas cinco mil personas, se mantuvieron invariables.
«Como recolectores y cazadores, los ayoreo no intentan dominar o transformar la naturaleza ni el mundo. Ellos dependen totalmente de lo que la naturaleza les ofrece. En consecuencia, el ayoreo no destruye ni cambia su medio ambiente, porque su supervivencia sólo es posible si el estado de la naturaleza no es alterado», así lo explican los estudios de Iniciativa Amotocodie.
Los totobiegosode conocieron nuestra sociedad a partir de 1979, a través del grupo evangélico estadounidense «Misión Nuevas Tribus», quienes entraron en su territorio para «evangelizarlos» a la fuerza y, de paso, trasladarlos como mano de obra semiesclava a estancias ganaderas.
Los misioneros ejercen aún influencia en su vida cotidiana, una obsesión de esta organización que perdura hasta hoy, pues mantiene constantes visitas a las comunidades y un puesto en la zona al que intenta atraer a la población indígena bajo la excusa «de enseñarles la palabra de dios».
Desde entonces, cada vez más totobiegosode han ido viéndose obligados a salir del bosque, bien en enfrentamientos violentos o bien cuando ya no tenían más lugar a donde ir. Como es el caso de Ingoi Etacori de 40 años y Carateba Picanere, de 70, que salieron de la selva en 2004 al quedar solos al borde de una carretera abierta por dueños de estancias cercanas. Etacori aún tiene las marcas en la cabeza del pelo trenzado que acostumbraba a llevar, como manda la cultura de su pueblo. Su padre y sus tres hermanos aún viven en el bosque, asegura, mientras sostiene a varios loros verdes en la mano frente a la puerta de su caseta de madera.
Tagüide resume la situación con palabras certeras:
—Sin tierra no hay futuro, no existiríamos más, estaríamos expuestos a la extinción. Para los aislados es aún más drástico, porque ellos no quieren salir de la selva y cuando entran las máquinas tienen miedo.
La colonización del Chaco
La colonización del Chaco comenzó tras la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), en que Brasil y Argentina invadieron y debilitaron fuertemente a un Paraguay que en esta época era autónomo e independiente, con superávit económico y el porcentaje más alto de alfabetización en la región en aquel entonces. Además de los millonarios motines de guerra y la ocupación del país durante doce años, las potencias regionales obligaron a Paraguay a contraer una enorme deuda de reparación de daños imposible de sufragar por el erario público.
La solución tomada para hacer frente a esa extorsión bélica fue la venta en bolsas internacionales de casi todo el territorio chaqueño. Desde entonces, latifundistas y ricas familias de Argentina, Brasil, España, Inglaterra y hasta Corea fueron comprando cantidades inmensas de tierra sin contar nunca con la opinión de los pueblos indígenas.
Así lo resume el abogado Óscar Ayala de la Coordinadora de Derechos Humanos de Paraguay (Codehupy), quien desde hace más de dos décadas colabora con los pueblos nativos de Paraguay para que recuperen sus tierras. Según Ayala, el neoliberalismo no apareció en la década de 1970 en la región, sino en Paraguay en el siglo XIX.
Ayala explica que también empresas de capital extranjero han visto a esta región como un área donde aprovechar para talar sin freno, acaso por la escasa institucionalidad y fragilidad de protección a los pueblos indígenas, o su baja presión tributaria. Ocupando así áreas de dominio de los pueblos indígenas que se ven cada vez más arrinconados por este contexto.
La legislación paraguaya permite, una vez concedida la licencia ambiental, deforestar el 75 por ciento del bosque del terreno. Lo que en palabras de Lovera no sirve para mantener la continuidad del bosque que requieren la flora y la fauna:
“¿Quién garantiza que quede unificada la masa forestal? Desde lo jurídico y lo científico las licencias son todas cuestionables, el Gobierno se ha especializado en vender esas licencias en vez de evaluarlas críticamente. Y así ha condenado a la deforestación a todo el país. Facilitando la salinización de todos esos suelos a niveles extremos. Conformando desiertos cada vez más grandes en lo que antes era pleno bosque”, denunció Ayala.
La pandemia ha llegado a Chaidí y ya recorre, silenciosa, el inmenso Chaco, a pesar del riguroso cumplimiento del aislamiento que han practicado sus integrantes, renunciando a los únicos ingresos económicos que tienen, generados en durísimos trabajos para las estancias vecinas.
—Por suerte estamos aislados de todo.
Concluye Tagüide por teléfono desde el Chaco y recuerda que lo que más les preocupa ahora no es el virus, sino el comienzo de la época de los incendios, en gran parte causados por la quema no controlada de pastizales, una práctica usada por muchos ganaderos, aún prohibido en tiempos de sequía. Por falta de control de las quemas, la práctica sigue siendo muy común, con un impacto desastroso al extenderse.
Ojalá estuvieran verdaderamente aislados.