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Sobrevivir entre el polvo y la soja

Sobrevivir entre el polvo y la soja

Polvo, tierra colorada y soja, un océano de soja. Así es el paisaje que observa Ña Tola, desde San Juan Nepomuceno hasta su comunidad Ypeti de Caazapá. Son 80 kilómetros de un camino de tierra en medio de sojales que la lideresa de la Asociación de Comunidades Indígenas Mbya Guaraní “Tekoa Yma Jehe’a Pavë” transita a menudo, mientras lucha en defensa de los bosques.

Doña Antolina González, a la que de cariño llaman “Ña Tola”, es una reconocida lideresa indígena, miembro de la comisión directiva de la Federación por la Autodeterminación de los Pueblos Indígenas (FAPI). Su testimonio de vida no cabría en un reportaje, pero aún así ella no escatima en palabras para relatar un resumen del objetivo de la asociación a la que pertenece, contar retazos de su lucha e insistir en su principal preocupación: la conservación de los bosques nativos.

“Ore la ore problema en la Asociación Tekoa Yma Jehe’a Pave rodefendese la ore ka’aguy, ore rakate’ỹ pe ambientere. Ha péa la Asociación Teko Yma Jehe’a Pave objetivo. Pero ndaikuaái mba’éicha rupípa umi sojero imbarete, porque la sojero imbarete rupi oitypaitéma la ka’aguy. Solamente la Asociación Teko Yma Jehe’a Pave roime nueve asociados ha péantema la ika’aguya. El resto, soja memete”, comienza contando en su idioma guaraní, con el que cada palabra parece transmitir hechos y sentimientos: “La lucha de la Asociación Tekoa Yma Jehe’a Pave es por la defensa de nuestros bosques. Somos celosos de nuestro ambiente. Ese es el objetivo de la Asociación Tekoa Yma Jehe’a Pave. Lo que no sé es cómo esos sojeros tienen tanto poder, porque el sojero, por el poder que tiene, ya deforestó todos los bosques. Solamente en las nueve comunidades miembros de la Asociación Tekoa Yma Jehe’a Pave tenemos bosques. El resto ya es todo soja”, es la traducción de lo que señala Ña Tola, que habló para este reportaje durante su estadía en Asunción, donde estuvo a fines de noviembre de 2020 participando de talleres para comunicadores indígenas organizado por FAPI.

Describe cómo las fumigaciones de sojales inundan su comunidad, matando los pocos animales que intentan criar, así como a los peces de los arroyos. Pero no es lo único que mata. Las nacientes de agua que antes tenían, hoy ya no existen, porque las plantaciones de soja avanzaron sobre los bosques y arrasaron con todo lo que había a su paso. Es por eso que solo donde viven las comunidades indígenas siguen habiendo bosques nativos, pero rodeados del verde de la soja, que desde hace unas tres décadas comenzó a ser el principal problema de las comunidades y sobre el que las denuncias de indígenas no surten efectos.

“La sojero oñepyruhague ojapoma 28 años. Pero oreko péa la hasyvéa oreve, por lo menos ore rodefendese la ka’aguy, ore yvumi, orerakate’ỹa. Roho rojapo denuncia, ndaipóriko mba’éve. Roho Fiscalíape romombe’ú roikuaáva, rohecháva, roñandúva. Ndaha’e jero romoinguea Fiscalíape. Ndaipóri mba’éve porque ha’évoingo por lo menos oñoentende umi sojerondi, umi rollerondi. Sojero ha rollero peteĩcha ombyai ore ka’aguy”, apunta la lideresa (Desde hace 28 años hay presencia de sojeros en la zona. Eso es lo que más nos duele. Por lo menos queremos defender nuestros bosques, nuestras nacientes por las que tanto celamos. Hacemos las denuncias, pero no pasa nada. Nos vamos a la Fiscalía a contar lo que sabemos, lo que escuchamos, lo que sentimos. No vamos con rumores a la Fiscalía. No hay respuestas porque parecería que ellos se entienden con los sojeros, con los rolleros. El sojero y el rollero destruyen de la misma forma nuestros bosques).

Y esa defensa de los bosques no es solo de palabras. Mujer menuda pero valiente, Ña Tola hasta apeligra su integridad física al defender el hábitat donde vive, un regalo que no lo hace solo para los suyos, sino para toda la sociedad paraguaya. Ella incluso llegó a ser golpeada en un conflicto por una mensura judicial en otra comunidad indígena. Relata cómo le rompieron la cabeza en una ocasión, le robaron sus pertenencias y le causaron un gran perjuicio económico. “Ha upéa rogueraha Fiscalíape, ndojepenái lo mismonte avei. Ojehecha, ojekuaa mba’épa ojejapóva. Péa ojapóma ocho años. Pero siempre oĩ ore gente upépe”, agrega (Todo eso llevamos a la Fiscalía, igual no nos hicieron caso. Se vio, se sabe todo lo que ocurrió. Ese episodio fue hace 8 años. Igual tenemos gente allá), en el “Tekoha Guasu”, como llaman a la Reserva San Rafael.

Escuchar la historia de Ña Tola nos permite imaginar una situación, pero solamente visitando su comunidad Ypeti se puede dimensionar lo que ella cuenta. Ypeti se encuentra en el distrito Aba’i, a 80 Km de San Juan Nepomuceno, y en este caso, tiene título de propiedad sobre sus 1.526 hectáreas, donde viven 160 familias.

César Centurión, hijo de Ña Tola y comunicador de la Comunidad Ypeti de Caazapá, nos acompaña en un viaje de acercamiento a su realidad. Desde San Juan a Ypeti, dos horas de viaje en camioneta, suelo mojado por recientes lluvias, bastan para entender parte de esta historia. La soja está a ambos lados del camino, inundando todo el paisaje, sin ningún tipo de barrera de protección para el transeúnte, como exige la ley 3.742/09 “De control de productos fitosanitarios de uso agrícola” en su capítulo XV, artículo 71, inciso “c” (habla de contar con barreras vivas de protección de un ancho mínimo de cinco metros y altura mínima de dos metros, o bien, los cultivos deberán estar a al menos 50 metros de distancia del camino para la aplicación de plaguicidas).

Cada tanto se cruza con nosotros una camioneta. No hay vivienda. Prácticamente no hay árboles. Solo soja. En una parte del trayecto, pasamos frente a una comunidad campesina, después todo es igual, solo sojales.

Llegamos por fin a Ypeti y donde se inicia la comunidad indígena, comienza a verse de nuevo el bosque. No hay barrera de protección que divida la propiedad privada de los indígenas de las tierras privadas de la empresa agrícola, con lo que se verifica que ahí tampoco se cumple el inciso “a” del artículo 71, capítulo XV, de la citada ley 3.742/09. Una fumigación en la zona, claramente entraría a las precarias viviendas.

César habla en castellano, además de su guaraní nativo. Relata cómo se vive en días de fumigación. Dolor de cabeza es lo mínimo que les provoca, ya que la población adolece de enfermedades respiratorias a causa de esto y las llaman “resfrío”, una palabra con la que simplifican las afecciones pulmonares y reacciones alérgicas. Cuenta también que temen la contaminación del arroyo Ypeti, pero el Ministerio del Ambiente y Desarrollo Sostenible (MADES) no se ha ido a verificar la condición del cauce, a pesar de las denuncias. Tampoco el Servicio Nacional de Calidad y Sanidad Vegetal y de Semillas (SENAVE), órgano de aplicación de la ley 3.742/09, ha tomado intervención de las transgresiones por parte de firmas sojeras.

No muy lejos de Ypeti aunque en otro departamento, la comunidad “Arasa Poty” sufre situaciones idénticas.

Marcelino Ferreira, comunicador de la Asociación de Comunidades Indígenas de Itapúa (ACIDI), vive en la comunidad “Arasa Poty” en el distrito Carlos Antonio López con 30 familias, donde él es el líder. Este distrito se encuentra a 188 kilómetros de Encarnación, la capital del departamento de Itapúa.

Don Marcelino cuenta que en el pasado, los indígenas vivían tranquilos. Ellos tenían todo lo que necesitaban, agua, comida, tierras, bosques. Hoy, la realidad es distinta.

“Del bosque sacábamos la comida, la medicina tradicional, remedio de cualquier tipo, era  nuestro supermercado. Antes vivíamos felices”, describe el comunicador. Lo acompaña Rodrigo Vera, también comunicador de la ACIDI y miembro de la comunidad “Paraiso”, distrito de Pirapó; va asintiendo mientras don Marcelito relata, como confirmando que eso mismo también sucede en su comunidad.

Relata que hace 15 años comenzaron a migrar las familias indígenas de su zona. Describe el éxodo hacia las ciudades, forzado por el avance de la soja. “Los extranjeros vienen y echan montes para plantar soja. La sequía e incendios complican aún más. Y no sabemos si los incendios son provocados, pero las propiedades de los alrededores se fueron quemando hasta hoy”, cuenta.

Explica que para subsistir, en su comunidad Arasa Poty se dedican a la agricultura de autoconsumo, como mandioca, maíz, poroto, batata. Pero la sequía del año 2020 fue muy agresiva y muchos perdieron sus cultivos. Incluso hay quienes no tuvieron más opción que trabajar para los brasileños ante “la seca”, como llaman al fenómeno climático, y la necesidad de acceder a alimentos.

En esta comunidad no tienen el problema de la invasión por parte de sus vecinos, pero hay otras comunidades indígenas que sí lo tienen, donde los sojeros ingresan a las tierras, sobre todo las que no poseen título de propiedad, revela don Marcelino. En su caso, tienen el documento sobre la propiedad de 230 Ha.

La ACIDI aglutina 24 comunidades Mbya Guaraní, que viven realidades similares. Y en esa comparación del pasado versus el presente, también comunicadores de la Asociación de Comunidades Indígenas Ava Guaraní de Alto Canindeyú (AAGAC) -que aglutina a las comunidades Arroyo Mokoi, Tatukue, Y’apo 3, Y’apo 1, Colonia Cerro Candia y San Juan-, aportan sus testimonios y coinciden en que con el paso del tiempo, todo su hábitat y la vida como la conocían, los perdieron. Ismael López y don Sindulfo Acosta viven en la comunidad “Arroyo Mokói” del distrito Ybyrarovaná de Canindeyú, donde habitan 43 familias en una propiedad de 1.986 hectáreas, con título de propiedad. Este distrito dista 86 kilómetros de la capital departamental que es Salto del Guairá.

Se dedican a la agricultura de autoconsumo pero antes, en los años 70, la realidad era diferente. “Antes teníamos todo lo que necesitábamos del bosque. La comida, remedios. Todo lo obteníamos naturalmente. El bosque era grande y no hacía falta dividir la comunidad. Estábamos en un grupo grande. Después se vendieron los bosques, dividieron las tierras y vinieron los perjuicios; la comida natural se terminó (caza, pesca, recolección) y tuvimos que comenzar a comprar la comida”, relata, describiendo cómo se vieron obligados a buscar su alimento de otra forma con la pérdida de sus territorios ancentrales.

La soja hoy está completamente alrededor de su comunidad, refiere. Califica de “veneno” que les perjudica. La producción mecanizada se desarrolla alrededor de sus tierras, contamina tierra y los dos arroyos que se encuentran dentro de la propiedad. Afecta a los recursos naturales en general.

Las fumigaciones perjudican las plantaciones y producen dolencias físicas, como reacciones alérgicas, tos y estornudo constante. Este testimonio es común entre las comunidades. Aunque no sea natural, penosamente se volvió parte de su realidad “normal”. A algunos indígenas que consumen el agua del arroyo les da otros tipos de afecciones, inclusive, según los testimonios.

“No podemos atajar la contaminación porque algunos demasiado cultivan el lugar, pero el perjuicio existe. Muchos de nuestros cultivos no crecen porque el veneno de la fumigación (de la soja) los secan”, ejemplifica.

Añade que presentaron denuncias pero nadie los escucha, ni  el Ministerio del Ambiente ni el Instituto Nacional del Indígena (INDI). ¿Habrá en Paraguay algún sector tan discriminado y desatendido por parte de los organismos competentes, como ocurre con las comunidades indígenas?, es la pregunta que nos hacemos. Al verse desamparados, algunos indígenas están trabajando para los brasileños para hacer ciertos mantenimientos en las fincas, porque en general allí se trabaja con tractores, cuenta don Sildulfo. “Algunos que tienen licencia de chofer conducen vehículos allí para poder mantenerse. Pero solo son algunos pocos”, acota.

Este año de pandemia, no es el coronavirus lo que perjudicó a las comunidades indígenas, sino principalmente la sequía y los incendios, que se sumaron a las secuelas y perjuicios de las plantaciones y fumigaciones de sojales. Ramón López, líder de la Comunidad Arroyo Mokói, y padre de Ismael López, llegó a presentar una denuncia fiscal en 2014 por tala ilegal por parte de obreros de una empresa dentro de la comunidad indígena. Pasaron seis años de eso y no tuvo ninguna repercusión.

Las plantaciones de soja se volvieron una amenaza para la naturaleza. Lo dijo una autoridad de la Iglesia Católica a fines de noviembre de 2020, en la homilía del segundo día del novenario de la Festividad de Caacupé. “Es un pecado que una planta tan nutritiva y valiosa como es y era la soja, se haya transformado en un peligro para la tierra, el agua, el aire, animales y hasta el mismo ser humano”, dijo el religioso, y de esto se hicieron eco varios medios de comunicación de alcance nacional.

Es lo mismo que vienen denunciando los indígenas, sin ser oídos, mientras protegen sus bosques, defendiéndolos incluso con sus vidas, porque la Justicia y el Estado paraguayo no están para defenderlos. En esto coinciden todos los testimonios recogidos.

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