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Sobrevivir entre el polvo y la soja

Sobrevivir entre el polvo y la soja

Doña Antolina González, a la que de cariño llaman “Ña Tola”, es una reconocida lideresa indígena, miembro de la comisión directiva de la Federación por la Autodeterminación de los Pueblos Indígenas (FAPI). Su testimonio de vida no cabría en un reportaje, pero aún así ella no escatima en palabras para relatar un resumen del objetivo de la asociación a la que pertenece, contar retazos de su lucha e insistir en su principal preocupación: la conservación de los bosques nativos.

“Ore la ore problema en la Asociación Tekoa Yma Jehe’a Pave rodefendese la ore ka’aguy, ore rakate’ỹ pe ambientere. Ha péa la Asociación Teko Yma Jehe’a Pave objetivo. Pero ndaikuaái mba’éicha rupípa umi sojero imbarete, porque la sojero imbarete rupi oitypaitéma la ka’aguy. Solamente la Asociación Teko Yma Jehe’a Pave roime nueve asociados ha péantema la ika’aguya. El resto, soja memete”, comienza contando en su idioma guaraní, con el que cada palabra parece transmitir hechos y sentimientos: “La lucha de la Asociación Tekoa Yma Jehe’a Pave es por la defensa de nuestros bosques. Somos celosos de nuestro ambiente. Ese es el objetivo de la Asociación Tekoa Yma Jehe’a Pave. Lo que no sé es cómo esos sojeros tienen tanto poder, porque el sojero, por el poder que tiene, ya deforestó todos los bosques. Solamente en las nueve comunidades miembros de la Asociación Tekoa Yma Jehe’a Pave tenemos bosques. El resto ya es todo soja”, es la traducción de lo que señala Ña Tola, que habló para este reportaje durante su estadía en Asunción, donde estuvo a fines de noviembre de 2020 participando de talleres para comunicadores indígenas organizado por FAPI.

Describe cómo las fumigaciones de sojales inundan su comunidad, matando los pocos animales que intentan criar, así como a los peces de los arroyos. Pero no es lo único que mata. Las nacientes de agua que antes tenían, hoy ya no existen, porque las plantaciones de soja avanzaron sobre los bosques y arrasaron con todo lo que había a su paso. Es por eso que solo donde viven las comunidades indígenas siguen habiendo bosques nativos, pero rodeados del verde de la soja, que desde hace unas tres décadas comenzó a ser el principal problema de las comunidades y sobre el que las denuncias de indígenas no surten efectos.

“La sojero oñepyruhague ojapoma 28 años. Pero oreko péa la hasyvéa oreve, por lo menos ore rodefendese la ka’aguy, ore yvumi, orerakate’ỹa. Roho rojapo denuncia, ndaipóriko mba’éve. Roho Fiscalíape romombe’ú roikuaáva, rohecháva, roñandúva. Ndaha’e jero romoinguea Fiscalíape. Ndaipóri mba’éve porque ha’évoingo por lo menos oñoentende umi sojerondi, umi rollerondi. Sojero ha rollero peteĩcha ombyai ore ka’aguy”, apunta la lideresa (Desde hace 28 años hay presencia de sojeros en la zona. Eso es lo que más nos duele. Por lo menos queremos defender nuestros bosques, nuestras nacientes por las que tanto celamos. Hacemos las denuncias, pero no pasa nada. Nos vamos a la Fiscalía a contar lo que sabemos, lo que escuchamos, lo que sentimos. No vamos con rumores a la Fiscalía. No hay respuestas porque parecería que ellos se entienden con los sojeros, con los rolleros. El sojero y el rollero destruyen de la misma forma nuestros bosques).

Y esa defensa de los bosques no es solo de palabras. Mujer menuda pero valiente, Ña Tola hasta apeligra su integridad física al defender el hábitat donde vive, un regalo que no lo hace solo para los suyos, sino para toda la sociedad paraguaya. Ella incluso llegó a ser golpeada en un conflicto por una mensura judicial en otra comunidad indígena. Relata cómo le rompieron la cabeza en una ocasión, le robaron sus pertenencias y le causaron un gran perjuicio económico. “Ha upéa rogueraha Fiscalíape, ndojepenái lo mismonte avei. Ojehecha, ojekuaa mba’épa ojejapóva. Péa ojapóma ocho años. Pero siempre oĩ ore gente upépe”, agrega (Todo eso llevamos a la Fiscalía, igual no nos hicieron caso. Se vio, se sabe todo lo que ocurrió. Ese episodio fue hace 8 años. Igual tenemos gente allá), en el “Tekoha Guasu”, como llaman a la Reserva San Rafael.

Escuchar la historia de Ña Tola nos permite imaginar una situación, pero solamente visitando su comunidad Ypeti se puede dimensionar lo que ella cuenta. Ypeti se encuentra en el distrito Aba’i, a 80 Km de San Juan Nepomuceno, y en este caso, tiene título de propiedad sobre sus 1.526 hectáreas, donde viven 160 familias.

César Centurión, hijo de Ña Tola y comunicador de la Comunidad Ypeti de Caazapá, nos acompaña en un viaje de acercamiento a su realidad. Desde San Juan a Ypeti, dos horas de viaje en camioneta, suelo mojado por recientes lluvias, bastan para entender parte de esta historia. La soja está a ambos lados del camino, inundando todo el paisaje, sin ningún tipo de barrera de protección para el transeúnte, como exige la ley 3.742/09 “De control de productos fitosanitarios de uso agrícola” en su capítulo XV, artículo 71, inciso “c” (habla de contar con barreras vivas de protección de un ancho mínimo de cinco metros y altura mínima de dos metros, o bien, los cultivos deberán estar a al menos 50 metros de distancia del camino para la aplicación de plaguicidas).

Cada tanto se cruza con nosotros una camioneta. No hay vivienda. Prácticamente no hay árboles. Solo soja. En una parte del trayecto, pasamos frente a una comunidad campesina, después todo es igual, solo sojales.

Llegamos por fin a Ypeti y donde se inicia la comunidad indígena, comienza a verse de nuevo el bosque. No hay barrera de protección que divida la propiedad privada de los indígenas de las tierras privadas de la empresa agrícola, con lo que se verifica que ahí tampoco se cumple el inciso “a” del artículo 71, capítulo XV, de la citada ley 3.742/09. Una fumigación en la zona, claramente entraría a las precarias viviendas.

César habla en castellano, además de su guaraní nativo. Relata cómo se vive en días de fumigación. Dolor de cabeza es lo mínimo que les provoca, ya que la población adolece de enfermedades respiratorias a causa de esto y las llaman “resfrío”, una palabra con la que simplifican las afecciones pulmonares y reacciones alérgicas. Cuenta también que temen la contaminación del arroyo Ypeti, pero el Ministerio del Ambiente y Desarrollo Sostenible (MADES) no se ha ido a verificar la condición del cauce, a pesar de las denuncias. Tampoco el Servicio Nacional de Calidad y Sanidad Vegetal y de Semillas (SENAVE), órgano de aplicación de la ley 3.742/09, ha tomado intervención de las transgresiones por parte de firmas sojeras.

No muy lejos de Ypeti aunque en otro departamento, la comunidad “Arasa Poty” sufre situaciones idénticas.

Marcelino Ferreira, comunicador de la Asociación de Comunidades Indígenas de Itapúa (ACIDI), vive en la comunidad “Arasa Poty” en el distrito Carlos Antonio López con 30 familias, donde él es el líder. Este distrito se encuentra a 188 kilómetros de Encarnación, la capital del departamento de Itapúa.

Don Marcelino cuenta que en el pasado, los indígenas vivían tranquilos. Ellos tenían todo lo que necesitaban, agua, comida, tierras, bosques. Hoy, la realidad es distinta.

“Del bosque sacábamos la comida, la medicina tradicional, remedio de cualquier tipo, era  nuestro supermercado. Antes vivíamos felices”, describe el comunicador. Lo acompaña Rodrigo Vera, también comunicador de la ACIDI y miembro de la comunidad “Paraiso”, distrito de Pirapó; va asintiendo mientras don Marcelito relata, como confirmando que eso mismo también sucede en su comunidad.

Relata que hace 15 años comenzaron a migrar las familias indígenas de su zona. Describe el éxodo hacia las ciudades, forzado por el avance de la soja. “Los extranjeros vienen y echan montes para plantar soja. La sequía e incendios complican aún más. Y no sabemos si los incendios son provocados, pero las propiedades de los alrededores se fueron quemando hasta hoy”, cuenta.

Explica que para subsistir, en su comunidad Arasa Poty se dedican a la agricultura de autoconsumo, como mandioca, maíz, poroto, batata. Pero la sequía del año 2020 fue muy agresiva y muchos perdieron sus cultivos. Incluso hay quienes no tuvieron más opción que trabajar para los brasileños ante “la seca”, como llaman al fenómeno climático, y la necesidad de acceder a alimentos.

En esta comunidad no tienen el problema de la invasión por parte de sus vecinos, pero hay otras comunidades indígenas que sí lo tienen, donde los sojeros ingresan a las tierras, sobre todo las que no poseen título de propiedad, revela don Marcelino. En su caso, tienen el documento sobre la propiedad de 230 Ha.

La ACIDI aglutina 24 comunidades Mbya Guaraní, que viven realidades similares. Y en esa comparación del pasado versus el presente, también comunicadores de la Asociación de Comunidades Indígenas Ava Guaraní de Alto Canindeyú (AAGAC) -que aglutina a las comunidades Arroyo Mokoi, Tatukue, Y’apo 3, Y’apo 1, Colonia Cerro Candia y San Juan-, aportan sus testimonios y coinciden en que con el paso del tiempo, todo su hábitat y la vida como la conocían, los perdieron. Ismael López y don Sindulfo Acosta viven en la comunidad “Arroyo Mokói” del distrito Ybyrarovaná de Canindeyú, donde habitan 43 familias en una propiedad de 1.986 hectáreas, con título de propiedad. Este distrito dista 86 kilómetros de la capital departamental que es Salto del Guairá.

Se dedican a la agricultura de autoconsumo pero antes, en los años 70, la realidad era diferente. “Antes teníamos todo lo que necesitábamos del bosque. La comida, remedios. Todo lo obteníamos naturalmente. El bosque era grande y no hacía falta dividir la comunidad. Estábamos en un grupo grande. Después se vendieron los bosques, dividieron las tierras y vinieron los perjuicios; la comida natural se terminó (caza, pesca, recolección) y tuvimos que comenzar a comprar la comida”, relata, describiendo cómo se vieron obligados a buscar su alimento de otra forma con la pérdida de sus territorios ancentrales.

La soja hoy está completamente alrededor de su comunidad, refiere. Califica de “veneno” que les perjudica. La producción mecanizada se desarrolla alrededor de sus tierras, contamina tierra y los dos arroyos que se encuentran dentro de la propiedad. Afecta a los recursos naturales en general.

Las fumigaciones perjudican las plantaciones y producen dolencias físicas, como reacciones alérgicas, tos y estornudo constante. Este testimonio es común entre las comunidades. Aunque no sea natural, penosamente se volvió parte de su realidad “normal”. A algunos indígenas que consumen el agua del arroyo les da otros tipos de afecciones, inclusive, según los testimonios.

“No podemos atajar la contaminación porque algunos demasiado cultivan el lugar, pero el perjuicio existe. Muchos de nuestros cultivos no crecen porque el veneno de la fumigación (de la soja) los secan”, ejemplifica.

Añade que presentaron denuncias pero nadie los escucha, ni  el Ministerio del Ambiente ni el Instituto Nacional del Indígena (INDI). ¿Habrá en Paraguay algún sector tan discriminado y desatendido por parte de los organismos competentes, como ocurre con las comunidades indígenas?, es la pregunta que nos hacemos. Al verse desamparados, algunos indígenas están trabajando para los brasileños para hacer ciertos mantenimientos en las fincas, porque en general allí se trabaja con tractores, cuenta don Sildulfo. “Algunos que tienen licencia de chofer conducen vehículos allí para poder mantenerse. Pero solo son algunos pocos”, acota.

Este año de pandemia, no es el coronavirus lo que perjudicó a las comunidades indígenas, sino principalmente la sequía y los incendios, que se sumaron a las secuelas y perjuicios de las plantaciones y fumigaciones de sojales. Ramón López, líder de la Comunidad Arroyo Mokói, y padre de Ismael López, llegó a presentar una denuncia fiscal en 2014 por tala ilegal por parte de obreros de una empresa dentro de la comunidad indígena. Pasaron seis años de eso y no tuvo ninguna repercusión.

Las plantaciones de soja se volvieron una amenaza para la naturaleza. Lo dijo una autoridad de la Iglesia Católica a fines de noviembre de 2020, en la homilía del segundo día del novenario de la Festividad de Caacupé. “Es un pecado que una planta tan nutritiva y valiosa como es y era la soja, se haya transformado en un peligro para la tierra, el agua, el aire, animales y hasta el mismo ser humano”, dijo el religioso, y de esto se hicieron eco varios medios de comunicación de alcance nacional.

Es lo mismo que vienen denunciando los indígenas, sin ser oídos, mientras protegen sus bosques, defendiéndolos incluso con sus vidas, porque la Justicia y el Estado paraguayo no están para defenderlos. En esto coinciden todos los testimonios recogidos.

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Los incendios y la destrucción del Bosque Atlántico Alto Paraná

Los incendios y la destrucción del Bosque Atlántico Alto Paraná

La científica Fátima Mereles, botánica, profesora y exploradora por la Universidad Nacional de Asunción (UNA), asegura que el daño en cuanto a especies perdidas en el Bosque Atlántico es incalculable por la deforestación que ha sufrido en los últimos años, y lo que se agravó con los incendios del último año. Desde Guyrá Paraguay, organización que trabaja hace décadas en la conservación e investigación de vida silvestres y áreas protegidas del país, señalaron que hay un equipo que sigue trabajando en la recolección de los datos para tener el mayor registro posible sobre lo que se ha perdido por estos incendios, pero que definitivamente, el daño ambiental en cuanto a la pérdida de especies es enorme.

La tragedia del Bosque Atlántico

Desde el cielo gris caen las cenizas por todas partes. El humo que sale de los bosques de la Reserva San Rafael, en el departamento de Itapúa, a lo largo y ancho de toda la serranía, es espesa y no permite ni siquiera ver lo que hay a más de 50 metros de distancia. El viento por momentos aparece como un remolino descontrolado y los hilos de fuego toman altura hasta llegar a la copa de los árboles secos. Es imposible luchar contra la voracidad de las llamas que van consumiendo todo. En pocas horas, árboles nativos de 100 a 200 años terminan hechos cenizas.

Según un informe del Ministerio del Ambiente y Desarrollo Sostenible (MADES), dicha área protegida perdió 29.650 hectáreas por los incendios forestales. Es decir, el 40% de todo su territorio, que tiene unas 73 mil hectáreas. “Solamente dan ganas de llorar”, dice Celia Garayo, coordinadora de la organización Pro Cordillera San Rafael (PRO COSARA), que trabaja desde hace años en la conservación de la reserva. Garayo dice que durante semanas han peleado como pudieron contra los incendios, pero que es imposible si no se tiene equipamientos más avanzados, sobre todo, por la fuerza con que esta vez se propagaron los incendios.

Este año el país soportó, además de la pandemia, una dura sequía alcanzando nueve o diez meses sin lluvias en varias zonas, lo que facilitó multiplicar los posibles incendios, a través de focos de calor detectados por satélites. Entre agosto y octubre se tuvo entre 2.500 a 3.000 focos semanales en todo el territorio paraguayo, según datos satelitales del Ministerio del Ambiente. Esos focos rápidamente se transformaron en grandes incendios y la situación fue dramática en varios puntos del territorio paraguayo. La humareda fue una constante, cubriendo durante días zonas urbanas y rurales. Incluso, los asuncenos y quienes viven en la zona metropolitana, como no había ocurrido antes, sufrieron las consecuencias con un ambiente cargado de humo.

Pero quienes pasaron por peores situaciones fueron las familias que viven en las regiones donde se generaron estos incendios. En ese sentido, el fuego que azotó a gran parte del Bosque Atlántico Alto Paraná (BAAPA) donde tiene como víctimas, además de la fauna y flora, a las comunidades que viven dentro de los remanentes boscosos. En Alto Verá, donde está ubicada una parte importante de la Reserva San Rafael -dentro del BAAPA-, el fuego devoró comunidades campesinas e indígenas. Las familias campesinas que viven en Santa Ana, colindante con la reserva, tuvieron que ser evacuadas de manera provisoria en la sede operativa de Pro Cosara. En el salón multiuso, al menos 25 familias tuvieron un techo donde refugiarse tras perder sus casas. Diosme Garay, uno de los pobladores de la comunidad Santa Ana, relata que desde hace varios días soportan el calor intenso y la humareda. Hay días de intenso sol, con poco viento, y el humo se queda durante horas en el ambiente, cuenta Garay.

En el interior de la Reserva San Rafael hay una comunidad indígena denominada Arroyo Morotĩ, que es del pueblo Mbya Guaraní, y al que ellos llaman el “tekoha guasu”. Allí, el fuego consumió las plantaciones de yerba mate que formaban parte de un programa de producción de yerba mate orgánica de los indígenas. Lo único que les queda hoy es el aroma a cocido que se percibe en todo el ambiente.

Eusebio Chaparro es el líder de esta comunidad sumida en la pobreza y que, a pesar de estar ubicada sobre el acuífero Guaraní, es una de las reservas de agua dulce más importantes del mundo, no tiene ni siquiera agua potable para sus 50 familias. “Tenemos que ir a tomar agua de algún arroyo cerca”, relata don Chaparro.

El líder Chaparro perdió 12 hectáreas que ya tenían un tiempo de trabajo y que estaban como para progresar con el proyecto. Ahora es empezar de cero, dice. Chaparro, de pies descalzos y mirada dura, habla sobre las necesidades de su comunidad. Menciona la falta de apoyo por parte de las autoridades, que no  aparecieron en esta pandemia y menos después de los incendios. Es como un descargo ante tanta desidia que sufren en una tierra que apenas décadas atrás, era el hogar de sus ancestros y estaba lejos de sufrir las amenazas actuales.

Ramón Benítez, de la comunidad Pykasu’i, ubicada a unos kilómetros de Arroyo Morotĩ, perdió toda su vivienda en los incendios. Don Benítez muestra incluso cómo se achicharraron sus utensilios por la intensidad del fuego. No le quedó siquiera una olla utilizable. Al igual que en Arroyo Morotĩ, en esta comunidad la ayuda de las instituciones del Estado ha sido escasa, pero Benítez alberga  una mínima esperanza de que al menos caiga la lluvia para eliminar los focos de incendio que todavía rodean a su comunidad y a toda la reserva.

Según el sistema satelital Global Forest Watch (GFW), entre octubre y noviembre de 2020, el Departamento de Caazapá registró 1.500 alertas de incendios forestales. En Itapúa, señala que hubo cerca de 2.997 alertas de incendios en ese mismo periodo. De esta cantidad, 1580 alertas se registraron en la localidad de Alto Verá.

Para los bomberos forestales que trabajan en esta región del país, la lucha contra el fuego se volvió casi imposible. Con poco personal y una logística que no alcanzaba para hacer frente a todos los focos, este puñado de personas tuvo un trabajo muy pesado para frenar los incendios. En el caso de la reserva San Rafael, los técnicos de Pro Cosara trabajaron también en la evacuación de las familias afectadas, e incluso, tuvieron que buscar recursos para conseguir alimentarlos. Algunos productores de la zona acercaron alimentos como leche, galletas y otros como para que puedan repartir a la gente evacuada. Las lluvias que cayeron entre los últimos días de noviembre y los primeros de diciembre trajeron calma y ayudó a bajar la intensidad de focos. Para la segunda semana de diciembre, los posibles focos de incendios se redujeron a 300 más o menos en toda la región Oriental, según GFW.

Alicia Eisenkölbl, directora ejecutiva de PRO COSARA, dice que el hecho puntual que genera toda esta cadena de situaciones desfavorables es la indefinición legal de la Reserva. “El San Rafael es un área que no está consolidado como Parque Nacional y ese es un gran problema. Por ejemplo, cuando tenemos estos incendios es que se puede aprovechar para hacer el cambio de uso de suelo. Y eso es una problemática que surge y no hay un control por parte de las autoridades de aplicación. La pérdida de biodiversidad que tenemos con los incendios y con los desmontes después es muy importante”, comenta Alicia.

“Se está haciendo carbón del bosque más rico y biodiverso del país” agrega a su vez José Luis Cartes, directivo de la Organización Guyrá Paraguay. “El bosque solamente se puede quemar cuando ya está muy degradado y con condiciones climáticas extremas. Lastimosamente tuvimos esa condición de sequía histórica y la gente, mucha gente aprovechó para atacar al bosque… hubo una guerra (y sigue) declarada contra el bosque en San Rafael con el objetivo de exterminar esos bosques” señala Cartes.

El Gran Chaco

Al otro extremo de Paraguay, en la región Occidental, en el gran Chaco, los incendios también causaron estragos en los últimos tiempos, en un área donde  la ganadería se ha impuesto y donde también, de a poco, la agricultura mecanizada va ganando terreno. Apenas del otro lado de la frontera paraguaya, en el territorio de la Chiquitania boliviana, las autoridades calculan la destrucción de unos cuatro a cinco millones de hectáreas arrasadas por las llamas, una verdadera catástrofe ambiental.

Del lado paraguayo, los registros hablan de unas 300 mil hectáreas destruidas por los incendios en el 2019. En el mes de mayo de 2020, el Ministerio del Ambiente y Desarrollo Sostenible (MADES) intervino cinco establecimientos ganaderos en la localidad de Tacuara, Benjamín Aceval, bajo Chaco, donde los incendios destruyeron unas 10 mil hectáreas. La intervención del MADES obedeció a que se sospechaba que los incendios se hicieron para convertir bosques en pasturas, para la ganadería. En este sentido, un informe de GFW señala que el 93% de la pérdida de masa forestal en Paraguay en el 2019 se dio por actividades ligadas a la producción de materia prima como la carne vacuna, la soja y la madera.

La Plataforma Nacional de Commodities Sustentables señala en su página web que la producción de soja abarca actualmente unas 3.380.000 hectáreas en nuestro país. Menciona también que la soja es el producto agrícola que genera más ingresos a la economía local, con un poco más de US$ 3.000 millones al año; además de cubrir el 62% de las exportaciones y de contribuir con cerca del 17% del PIB, según esta plataforma.

En cuanto a la producción vacuna, hasta el 2019, Paraguay estaba en el top 10 de mayores exportadores de carne en el mundo. Al cierre de ese año, nuestro país  comercializó unas 320.000 toneladas (peso carcasa) de carne bovina, según datos de la Cámara Paraguaya de la Carne.  Además, el Chaco registró un crecimiento ganadero exponencial: De 3,5 millones de cabezas que tenía el hato ganadero en el 2009, diez años después, la población bovina del Chaco cerró con  6.473.531 cabezas, según datos de la propia Asociación Rural del Paraguay (ARP).

Para el ingeniero Luis Codas, ex congresista paraguayo y hombre vinculado al mundo ganadero del Chaco, es un despropósito pensar que todos los incendios registrados en el país sean ocasionados intencionalmente para ganar pastura. “¿Quién es el ganadero que va a incendiar a propósito, cuando con eso arriesga la vida de sus animales, quién va a quemar su propio terreno?, plantea.

Sin embargo, habla de la inconsciencia o la ignorancia de la gente como un factor clave a la hora de encontrar responsables de los incendios, ya que se habla de que la mayoría se genera por intervención humana. “La gente tira su colilla de cigarrillos sin pensar en el perjuicio que eso puede ocasionar. Imaginate con la pastura seca, con un vientito, eso se vuelve incontrolable”, señala. Sin embargo, asegura que no duda que haya gente que lo haga también con otras intenciones. Atendiendo esta situación, Codas habla de la importancia de un Estado presente.

En ese sentido, menciona que lastimosamente las instituciones del Estado que deben velar o controlar estas situaciones están sin muchos recursos. “Tenemos que buscar ser más previsibles. De qué sirve venir cuando ya se quemó todo. Nos falta mayor logística para enfrentar situaciones difíciles” dice Codas.

En el Pantanal paraguayo, una zona de riquísima biodiversidad que forma parte del gran Pantanal (tiene unas 16 millones de hectáreas e incluye territorios de Brasil, Bolivia y Paraguay) los fuegos continuaron este año. Un informe de la Fundación Amigos por la Naturaleza (FAN) de Bolivia, señala que del 1 de enero al 4 de agosto de 2020,  los incendios afectaron un total de 768 mil hectáreas en el Gran Pantanal. De esta cantidad, 86 mil hectáreas (11%) correspondió a territorio paraguayo, 147 mil (19%) hectáreas al boliviano y 534 mil (70%) hectáreas al territorio brasileño.

“Por suerte este año los incendios no afectaron a nuestras comunidades, pero el problema es que se queman los bosques y se pierden los animales silvestres, que son nuestros alimentos”, expone César Barboza, concejal indígena de Bahía Negra, en el Departamento de Alto Paraguay, y poblador de la comunidad de Puerto Diana, del pueblo Yshir, que vive hace unos 500 años en la zona del Pantanal paraguayo y son considerados los habitantes ancestrales de estas tierras.

Los incendios no afectaron directamente las comunidades indígenas en la zona de Bahía Negra pero sí los bosques que los rodean que en la tradición representa parte de la vida, enraizada en las costumbres y creencias que tienen.

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La deforestación acaba con el Bosque Atlántico en Paraguay

La deforestación acaba con el Bosque Atlántico en Paraguay

El BAAPA forma parte de una de las 200 ecorregiones más importantes del planeta, identificadas así por la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Integra lo que se conoce como el Bosque Atlántico, que originalmente cubría más de 1.300.000 km² (130 millones de hectáreas) desde la costa atlántica de Brasil hasta la zona noreste de Argentina y el este de Paraguay, país en el que toda la riqueza natural corre un grave peligro.

La devastación de los bosques, que empezó en la región Oriental de Paraguay en los años 70 con el ingreso de la agricultura mecanizada, obligó a que las autoridades piensen en maneras de proteger los bosques y el hábitat de miles de especies que estos alberga. Así fue que se establecieron diversos instrumentos legales, siendo el más importante la creación, en 1994, a través de una ley, del Sistema Nacional de Áreas Protegidas del Paraguay (SINASIP).

Dos años después de la creación del SINASIP, se promulgó, en 1996, la Ley 716 que sanciona delitos contra el medio ambiente. No fueron las únicas normativas creadas. Desde 1990 hasta esta parte, se han formalizado al menos diez leyes bien específicas y concretas que guardan relación directa con la protección ambiental, que procuran resguardar los bosques, los ríos y hasta los suelos. Quizás la más famosa sea la que se dio a conocer como “Ley de Deforestación Cero”, Ley 2.524/2004, que entró en vigencia en 2005 y prohíbe la tala o el desmonte de bosques en toda la región Oriental, debido a las alarmantes cifras de deforestación que se tenían en esos tiempos. A pesar de todas estas normativas, la destrucción del Bosque Atlántico en Paraguay no ha parado.

Un informe de la Universidad Nacional de Asunción (UNA) señala que la región Oriental tenía una superficie boscosa de 5.650.000 hectáreas en 1984. Para 2018, la misma se redujo a 2.745.156 hectáreas, de acuerdo con un informe del Instituto Forestal Nacional (INFONA). Es decir, el 48% de la superficie boscosa se perdió en 34 años. Datos satelitales de GFW apuntan a que la región de influencia del Bosque Atlántico, que abarca 10 de los 14 departamentos de la Región Oriental, pierde un promedio de 49.000 hectáreas al año pese a la Ley de Deforestación Cero.

La extracción de madera, los cultivos de granos y las plantaciones de marihuana figuran como las principales causas. De estas tres actividades, la última es la que se ha instalado con total impunidad en las áreas protegidas de toda la región, destruyendo bosques nativos.
Sin embargo, históricamente, la soja ha sido y sigue siendo la principal razón de tantos desmontes en la zona de influencia del Bosque Atlántico. Según datos del Instituto de Biotecnología Agrícola (INBIO), en la campaña agrícola 2019-2020 la soja ocupó 3.637.511 hectáreas en departamentos que forman parte del BAAPA. Esto le sirvió a Paraguay para convertirse en el quinto mayor productor de soja en el mundo, con una producción de 9,9 millones de toneladas. Así señala el informe del departamento de Agricultura de Estados Unidos, país que es el segundo productor mundial con 96,8 millones de toneladas, por detrás de Brasil, que sigue siendo el mayor productor sojero del planeta con 125 millones de toneladas en la referida campaña.

Según la Cámara Paraguaya de Exportadores y Comercializadores de Cereales y Oleaginosa (CAPECO), en la zafra de 1996 – 1997, el territorio de siembra de todos los granos en todo el territorio Paraguayo abarcó un total de 1.050.000 hectáreas, incluyendo la soja, maíz y el arroz, entre otros. En esa misma época, la superficie boscosa en la región Oriental de Paraguay era de 4.208.700 hectáreas, según datos del Ministerio del Ambiente. Veinte años después, la realidad ya se torna diferente; la soja llegó a las 3,6 millones de hectáreas solamente en la región Oriental, mientras que la superficie boscosa bajó a 2.745.156 hectáreas, según informes satelitales de la GFW.

Actualmente, una gran parte de este remanente boscoso se mantiene en zonas de reservas o parques nacionales, que están cada vez más asfixiados por las plantaciones de soja que, en la mayoría de los casos, sobrepasan las líneas de amortiguamiento que deben servir para proteger el núcleo de los bosques. Actualmente, en la Región Oriental, al menos 1.700.000 hectáreas están dentro de áreas protegidas, monitoreadas mediante el SINASIP. Para proteger todo este territorio, el Ministerio del Ambiente cuenta con 53 guardaparques, cuando la cantidad ideal, según los propios técnicos de esta institución, sería al menos 250 guardaparques para hacer un control eficaz. La falta de presupuesto ministerial hace imposible contratar mayor personal forestal.

La Global Forest Watch (GFW) forma parte de un proyecto del Instituto de Recursos Mundiales (WRI, por sus siglas en inglés) y Google, que cuenta con información y colaboración de 40 instituciones internacionales. Se trata de una herramienta que hace un monitoreo diario de las pérdidas de bosques en todo el mundo en tiempo real, gracias a un diverso sistema satelital. La base de datos abarca información desde el 2001 hasta el 2019.

En lo que respecta a Paraguay, los datos de la GFW son brutales. Durante ese periodo el país perdió 6.033.095 hectáreas de cobertura arbórea, es decir, el 14% del territorio país (40.675.200 hectáreas), cifra que en toda Sudamérica es únicamente superada por el gigante del continente, Brasil, que se ubica como el número uno en desmonte a nivel mundial con 56 millones de hectáreas perdidas de 2001 a 2019, pero que en porcentaje representa el 6% de todo su territorio. Es decir, respecto a su superficie, Paraguay perdió más hectáreas de bosques que el mismo Brasil en los últimos 19 años.

El Tekoha Guasu en peligro

La reserva para Parque San Rafael es el territorio ancestral de la comunidad indígena Mbya Guaraní. Este remanente boscoso de unas 73.000 hectáreas, enclavado entre los departamentos de Itapúa y Caazapá, es conocido por los indígenas como su “Tekoha Guasu”, que más que un nombre, es una forma de entender la vida para los indígenas. No se trata solamente del lugar de residencia, sino que es el conjunto de cosas; El ambiente, el suelo, el agua, el aire que respiran, la lluvia, el frío, el calor, toda esa conjunción de una vida armoniosa con animales y plantas.

Allí han vivido generaciones enteras de los Mbya Guaraní, que han sido testigos en primera persona de la deforestación a gran escala de su territorio. Los Mbya Guaraní han visto cómo el lugar sagrado que es su Tekoha Guasu se va destruyendo año tras año. Han sufrido la desidia de las autoridades estatales y sobre todo, han sentido lo que es el olvido.

A principios de 2015, se juntaron casi 10 mil firmas para convertir la Reserva San Rafael/Tekoha Guasu en un parque nacional, para finiquitar el proceso de “Reserva para Parque”. Una denominación oficial que aparece en el propio Decreto 13.680 de 1992 mediante el cual se formó esta área protegida.

Entre las 10 mil firmas, no había una sola que sea de los indígenas Mbya Guaraní. Debido a eso, desde las organizaciones indígenas se movilizaron para que sean tenidos en cuenta con respecto a lo que se haría con las tierras en las que habitan. Por décadas, los indígenas que viven en el Tekoha Guasu/Reserva para Parque San Rafael han sido ignorados como parte de la vida misma de esta área protegida.

Arroyo Moroti es una comunidad indígena del pueblo Mbya que vive dentro de la Reserva para parque San Rafael/ Tekoha Guasu. Cerca de 50 familias hacen parte de esta comunidad, que viven en condiciones de extrema pobreza. Los incendios de noviembre de 2020 consumieron sus plantaciones de yerba mate y varias de las precarias viviendas de esta gente.

La comunidad tiene al menos 1.000 hectáreas tituladas dentro del Tekoha Guasu. Eusebio Chaparro, líder de Arroyo Moroti, dice que no reciben ninguna ayuda estatal desde hace tiempo, ni siquiera luego de los incendios ni durante la pandemia. Mientras Chaparro habla, unos niños de la comunidad se sientan en el suelo y escuchan. La pequeña escuela prácticamente dejó de operar desde mediados de marzo de 2020, con la llegada del Coronavirus a la región, cuenta Chaparro.

Chaparro es un hombre de estatura pequeña que habla lento. Dice que los indígenas de la zona se sienten totalmente abandonados, ya que deben soportar las consecuencias de la deforestación en sus diferentes facetas. Desde la expansión de grandes cultivos hasta la penetración de grupos narcos a sus reservas y bosques.

En toda el área protegida viven 22 comunidades indígenas que están dentro mismo del núcleo de la Reserva para Parque / Tekoha Guasu y 14 se ubican en la zona de influencia de la misma.

La debilidad estatal

Rodrigo Zárate, directivo de Guyra Paraguay, una organización que trabaja hace 20 años en la conservación del ambiente en la zona del Bosque Atlántico, sostiene que la situación actual es catastrófica, ya que a pesar de que existe una ley de prohibición, la destrucción de bosques no ha parado.

Zárate recuerda que en principio, los problemas eran los traficantes de madera y los cazadores furtivos, que se convirtieron en grandes dolores de cabeza para los guardaparques, para la gente que trabajaba en la protección del área protegida y para las comunidades indígenas.

Esta problemática fue mutando, señala Zárate, puesto que con el paso de los años, la zona empezó a ser un caldo de cultivo para productores de marihuana, que encontraron en las áreas protegidas de la región Oriental un lugar seguro para extender sus cultivos. Esta situación afectó la vida de las comunidades campesinas e indígenas que viven en la zona.

Un informe de la Secretaría Nacional Antidrogas (SENAD) indica que desde 2018 hasta mitad de 2020 se han decomisado 81.982 kilogramos de marihuana, que fueron procesados en parcelas dentro de cuatro áreas protegidas que forman parte del SINASIP en la región Oriental, que son las de San Rafael, Mbaracayú (Canindeyú), Reserva Morombí (Caaguazú y Canindeyú) y el Parque Nacional Caazapá (Caazapá).

En la denominada “lucha contra las drogas”, la presencia de estas áreas protegidas se convirtieron en un territorio efectivo para que los narcotraficantes operen con impunidad. Si bien hay cantidades importantes de parcelas destruidas cada año por los agentes antidrogas, la realidad es que no hay ningún responsable detenido o procesado por la destrucción ambiental.

Para quienes trabajan en la conservación de estas áreas protegidas, el ingreso del mundo narco se ha sumado a una serie de ilícitos ya existentes como el tráfico de rollos, la invasión de tierra y la expansión insaciable de las plantaciones de soja, que van acogotando los bosques.

El Ministerio Público tiene 27 agentes especializados en la Unidad Ambiental. En algunas zonas sensibles, como los departamentos de Canindeyú, Guairá, San Pedro o Itapúa, la fiscalía tiene apenas un agente por cada localidad, y en muchos casos, estos agentes tienen que atender también otros casos penales.

José Luis Cartes, director de Guyra Paraguay, cuenta que la Reserva para Parque San Rafael/Tekoha Guasu es un reflejo de todo lo que ocurre en todos las otras áreas protegidas de la región. “Los problemas se fueron agravando cada vez más. Cada época de elecciones políticas las cosas se ponen peor, con mayor cantidad de hechos ilegales, de invasiones” dice. Cartes recuerda que la Ley 352/94 de áreas silvestres protegidas establece que si existe un excedente de tierra fiscal – que es lo que alegan generalmente quienes invaden las tierras de las reservas o parques nacionales- el mismo debe pasar a formar parte del área protegida de forma automática, explica Cartes.

Actualmente, la Reserva para parque San Rafael/Tekoha Guasu soporta dos grandes incursiones de grupos de personas. La preocupación de las organizaciones que trabajan en la conservación de este lugar se basa en que este tipo de situaciones termina, casi con seguridad, con el desmonte de más bosques, a criterio de Cartes.

Los desmontes por incendios

A todo lo citado se suman también los incendios, que forman parte de los sucesos que provocan desmontes. Estas tragedias ambientales perjudican enormemente a las comunidades indígenas, a la fauna y la flora, en suma, a toda la biodiversidad.

En la sede operativa de la Organización Pro Cordillerana San Rafael (PRO COSARA), que trabaja en pleno corazón de la Reserva para Parque San Rafael/Tekoha Guasu, al menos 25 familias de la comunidad campesina Santa Ana, colindante con la zona de amortiguamiento del área protegida, fueron evacuadas debido a los incendios que azotaron toda la zona en noviembre de 2020 y destruyeron sus hogares.

Los operarios de PRO COSARA, que trabajaron durante días contra los incendios y también para evacuar a las personas, siguen en la labor de conseguir alimentos para esta gente, sobre todo a los niños y niñas, que hay en buena cantidad.

Para Alicia Eisenkölbl, directora ejecutiva de PRO COSARA, el hecho puntual que genera toda esta cadena de situaciones desfavorables es la indefinición legal de la Reserva San Rafael/Tekoha Guasu, que hasta ahora no aparece como Parque Nacional en el orden jurídico nacional.
“El San Rafael es un área que no está consolidado como Parque Nacional y ese es un gran problema. La pérdida de biodiversidad que tenemos con los incendios y con los desmontes después es muy importante”, relata Alicia.

Para la ambientalista, la problemática no se reduce solamente a un problema ambiental, sino que arrastra una carga social muy importante, ya que las comunidades -sobre todo indígenas- que viven en la Reserva para Parque San Rafael/Tekoha Guasu se ven muy afectadas por la deforestación que sufre el área protegida, ya sea por desmonte (para mecanizada o plantaciones de marihuana) o incendios.
Eisenkölbl tiene fe en que mínimamente las áreas protegidas puedan estar bajo resguardo.

Las reservas y parques son la última esperanza para que las generaciones futuras puedan disfrutar de bosques naturales y las comunidades indígenas puedan seguir viviendo mínimamente en sus entornos en la región Oriental del Paraguay.

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Introducción

Introducción

Este dossier es una selección de sólo 20 casos, considerados representativos, a través de los cuales se pretende visibilizar las diversas situaciones que las comunidades deben afrontar día a día. Los reportajes fueron elaborados por un equipo periodístico seleccionado cuidadosamente por su compromiso con los derechos humanos y el medio ambiente.

El documento está dividido en tres columnas principales: asuntos forestales, donde se desarrollan las problemáticas de deforestación e incendios forestales; agronegocio, que abarca la fumigación de la soja y su impacto social y ambiental, las empresas y derechos humanos, así como la titulación y asuntos de la tierra. Por último, se habla sobre los derechos básicos universales, haciendo foco en el acceso al agua y su vínculo con la salud.

En la fase inicial se realizó un proceso de talleres con el objetivo de que las distintas organizaciones y asociaciones de la sociedad civil locales manifiesten, en primera voz, las distintas situaciones y problemáticas a las que se enfrentan sobre sus derechos humanos, cómo esto afecta al medio ambiente. Este proceso demostró, una vez más, como a lo largo de las últimas décadas, la deforestación se ha convertido en un elemento recurrente en lo que se refiere a violaciones a los derechos humanos. El factor común es que las víctimas principales son comunidades rurales, indígenas y campesinas de las regiones Oriental y Occidental del país, con diferentes matices.

Si bien son regiones diferentes en cuanto a biodiversidad, son parecidas en los problemas que acarrean los desmontes para las comunidades; como la pérdida de sus servicios ecosistémicos y la migración forzada a zonas urbanas. Los bosques nativos además sirven de hogar para la sobrevivencia socio-cultural y la subsistencia económica de varias comunidades indígenas.

Las actividades económicas ligadas a la agricultura y la ganadería requieren de muchas hectáreas para su crecimiento y se expanden con tanta fuerza en la región Oriental, que en 2004, con apenas 20% del Bosque Atlántico del Alto Paraná (BAAPA) en pie, el Estado paraguayo se vio obligado a emitir una legislación para evitar la destrucción total de los bosques. Así nació la conocida “Ley de deforestación cero” promulgada ese mismo año y cuya última renovación se logró a finales de 2020, asegurando su vigencia hasta 2030.

El Bosque Atlántico del Alto Paraná es una ecorregión que forma parte de las 200 más importantes del mundo, identificada así por la propia Organización de las Naciones Unidas (ONU). El BAAPA cubre 10 de los 14 departamentos de esta región y a pesar de normativas en contra, cada año, sigue siendo víctima de deforestación, fragmentación y degradación de los remanentes boscosos.

A pesar de la triste experiencia del BAAPA, el Gobierno paraguayo no aprendió la lección, y esta región tuvo que llegar a un punto de degradación extrema para que actuaran en su defensa. Ignorando este precedente, el Estado continúa sometiendo a ese mismo riesgo a otras regiones sensibles. En todos estos años no se previeron políticas públicas ambientales, sistemas de control y fiscalización eficientes ni la actualización de normativas ambientales que sean lo suficientemente efectivas para asegurar la conectividad de los ecosistemas, ni la restauración de ecosistemas degradados a nivel país. El Chaco-Pantanal es entre estos, el que mayor peligro corre.

En la Región Occidental, la expansión de la producción ganadera se ha convertido en la principal causa de la deforestación. Aunque en los últimos años también el agronegocio está extendiendo sus dominios en territorios chaqueños. Esta región forma parte del Gran Chaco Americano y el Pantanal, un amplio territorio compartido con Brasil, Bolivia y Argentina.

En 2019 se registraron varios focos de incendio en todo el Chaco, que afectaron a comunidades humanas asentadas históricamente en estas tierras que hoy se convierten en un hervidero, por las llamas y por el humo que impregna todo el ambiente. El gran Pantanal, que comparte territorio entre Brasil, Bolivia y Paraguay, también fue víctima de los fuegos. Solamente en este gran complejo ambiental se estima la pérdida de 768 mil hectáreas.

Los incendios forestales que se tuvieron a gran escala en 2019 y 2020 destruyeron comunidades enteras, tanto en zonas rurales como urbanas en todo el país, además de la evidente afectación a la flora y fauna local. A pesar de que el propio Ministerio del Ambiente habla de que el 99% de los incendios se da por intervención humana, también este delito queda absolutamente impune en el país. Una de las costumbres dentro de la práctica agrícola, por ejemplo, es la quema de pastizales dentro del trabajo de cambio de uso de suelo.

Si bien el principal problema con la pérdida de bosques en el país obedece al modelo de agronegocio actual, desde mediados de los años ‘90 un nuevo y violento actor entró a escena: el narcotráfico. Miles de hectáreas de bosques se perdieron en los últimos 10 años en plenas áreas protegidas del BAAPA por el cultivo de marihuana, un negocio manejado por narcotraficantes de frontera que hasta ahora no dejó ni una sola persona detenida por la destrucción de los bosques, pero sí mucho dinero para los financistas.

Este reporte también se enfoca en el derecho a la tierra. La lucha de comunidades indígenas, como los Yshir Ybytoso, un pueblo indígena que habita hace 500 años la zona de Bahía Negra, Alto Paraguay, pero que hoy encuentran que, a gran parte de sus cielos, sus tierras, ríos y bosques, le ponen un cerco con cartel de “propiedad privada”. Una situación que resulta difícil de comprender para quienes creen que el ambiente no pertenece a nadie, sino que es de todos y que, por lo tanto, lo cuidan como su hogar. A pesar de esto, los yshir se adecuan a los documentos y papeles que dictan los tiempos modernos, por lo que están luchando a través de ellos para conseguir que sus tierras ancestrales sean reconocidas y respetadas.

Estas problemáticas no se limitan a zonas rurales. Una comunidad enclavada en plena ciudad de Luque, a 14 kilómetros de Asunción, sufre desde hace tiempo lo que es vivir en una cloaca a cielo abierto por la contaminación que generan las curtiembres de la zona.

Las comunidades resisten, pese a todo. Luchan día a día por algo tan básico como el acceso al agua potable, un derecho humano universal violado en numerosos puntos del país como el Chaco, e incluso en el Pantanal, el humedal de agua dulce más grande del mundo.

El acceso al agua potable, la contaminación, la lucha por la tierra, la pérdida cultural que sufren las comunidades indígenas y el atropello a sus tierras con la deforestación, con el avance del agronegocio o la lenta muerte de las áreas protegidas, y en general, el abandono del Estado, son algunas de las situaciones que se presentan y que este material muestra con un relato detallado.

Se trata en varios de los casos, de historias de resistencia ante un sistema judicial ineficiente, que parece negar estos atropellos. Un poder legislativo que los ignora y un ejecutivo que no ha hecho más que falsas promesas. Muchos de los casos que podrán leer en este documento, pudieron solucionarse hace muchos años, pero en cada causa se podrá leer el patrón común: el desinterés de un Estado que los mantiene olvidados a su suerte.

Exponer los problemas e intentar encontrar soluciones para estos pueblos es lo que se pretende relatando cada uno de los casos, dar un alivio a aquellos valientes dirigentes que no descansan en su lucha, pero también a aquellos que no pueden más que pelear día tras día por respirar, por beber y por tener un plato de comida en su mesa.

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Los Guardianes de las tierras más vírgenes del Gran Chaco

Los Guardianes de las tierras más vírgenes del Gran Chaco

Cazadores furtivos, narcotraficantes, misioneros cristianos y una de las tasas de deforestación más altas del mundo amenazan el aislamiento voluntario del pueblo ayoreo totobiegosode. Los ayoreo que han sido expulsados del bosque deben superar el shock de adaptarse a la sociedad industrializada y, además, plantar cara a la deforestación que nunca se detiene.

Basta usar Google Maps para observar cómo el territorio ancestral ayoreo, que antes ocupaba 30 millones de hectáreas de bosques vírgenes entre Bolivia y Paraguay, está siendo arrasado y sustituido por actividades productivas. Unas 250.000 hectáreas de bosques, como el quebracho blanco y otras especies centenarias chaqueñas, están siendo taladas cada año para producir el carbón que se envía a las barbacoas europeas y estadounidenses, según estudios de la ONG Guyra Paraguay.

“No queremos más contactos, nos sirve esto, nuestro hábitat sigue existiendo, no queremos ser parte del desmonte ni de la ganadería. No queremos ser peones en las estancias y vivir en campos de concentración”, dice Tagüide Picanerai, uno de los portavoces de los ayoreo totobiegosode, el único que vive en Asunción, la capital paraguaya, donde estudia en la universidad para ser maestro.

Tagüide habla ayoreo, guaraní y español (los dos últimos, idiomas oficiales de Paraguay) y es el principal enlace entre los clanes totobiegosode, uno de los siete subgrupos ayoreo, pueblo formado por 8.000 personas y transfronterizo entre Bolivia y Paraguay. Sus padres vivían en el bosque hasta que fueron obligados a salir en 1986 a tiros, literalmente. Él nació dos años después en Campo Loro, un centro de refugiados donde los misioneros confinaron a distintas etnias del Chaco que fueron desterradas desde 1970, en plena dictadura militar de Alfredo Stroessner, la más larga de América del Sur (1954-1989).

Es de noche en Chaidí, la aldea de cabañas de madera de palo santo y suelo de tierra que en idioma ayoreo significa asiento. Allí viven unas 200 personas totobiegosode que fueron expulsadas a la fuerza de su vida nómada en los bosques vírgenes del Gran Chaco. Contactos violentos de madereros, traficantes y militares han afectado a todos los pobladores originarios del Chaco desde la colonización europea, pero una parte de los ayoreo totobieogosode han logrado resistir y mantener hasta hoy su forma de vida.

Chaidí significa también «refugio» en su idioma materno, porque es donde se ha ido quedando en los últimos 20 años la mayoría de los que fueron expulsados del bosque por misioneros y militares. Esta comunidad vive en lo que los antropólogos llaman «situación de contacto inicial con la sociedad envolvente», que somos nosotros: los periodistas, los ganaderos, los madereros, los misioneros, los capitalinos, el Estado, las organizaciones no gubernamentales (ONG), las sectas, las inmobiliarias, los inversores extranjeros…

Chaidí está lejos en el tiempo y en el espacio. Tras unos 500 kilómetros de viaje desde la capital, pasando también humedales que visitan loros, cuervos, jaguares, osos hormigueros, armadillos y serpientes, al llegar a la ciudad de Filadelfia, la urbe más grande del Chaco, la región menos poblada de Paraguay, aún faltan dos horas de todoterreno por casi un centenar de kilómetros de caminos enlodados.

Junto a su padre y al resto de hombres adultos de la comunidad, Tagüide patrulla armado con una escopeta y un GPS (sistema de posicionamiento global) las tierras comunales tituladas a nombre de su pueblo tras más de dos décadas de lucha judicial. A petición de los ayoreo totobiegosode, la organización no gubernamental GAT en 1993 inició los trámites jurídico-administrativos ante el Estado paraguayo para la restitución de 550.000 hectáreas de monte virgen ubicado en el departamento Alto Paraguay. Es solo una parte de su territorio tradicional, estimado en unos 2,8 millones de hectáreas en Paraguay. Fue reconocida en el año 2001 como Patrimonio Natural y Cultural (tangible e intangible) Ayoreo Totobiegosode por el Gobierno paraguayo, pero hasta ahora solo han sido tituladas unas 140.000 hectáreas y son prácticamente los últimos remanentes vírgenes del Chaco que quedan en el país. Recorren el territorio rebosante de aire caliente y tierra seca para documentar las invasiones y expulsar a los madereros y a los estancieros de ganado que abusan de su poder, quitándoles bosques con sus máquinas y tierras con sus cercados.

Cada vez hay menos bosque. Más y más árboles cayendo cada día que no se ven ni se oyen en las capitales del mundo pero que son como terremotos para las personas que viven en el bosque y con el bosque. Así como para la flora y fauna del Gran Chaco y de toda América. Cada vez hay menos bosque. Cada vez, hay menos.

En uno de sus patrullajes en junio de 2020, el grupo de guardianes ambientales ayoreo totobiegosode descubrió tractores y buldóceres amarillos parecidos a los que se usan para derribar edificios. En menos de 48 horas, esas máquinas estruendosas destruyeron 800 hectáreas de bosque. Una superficie inmensa ha quedado ahora cubierta de ramas rotas, tierra revuelta y raíces del revés; de troncos centenarios rotos y arrancados. Ni pájaros quedan. Los ayoreo tomaron fotos e hicieron la denuncia a la Fiscalía. Hasta agosto estaban esperando que alguien del Ministerio Público apareciera a constatar los hechos y perseguir a los culpables.

La zona destruida es un corredor por donde transitan (o transitaban) habitualmente los jonoine urasade, el subgrupo de ayoreo totobiegosode, familiares directos de Tagüide, su padre Porai y otros grupos ayoreo como los garaygosode y guidaigosode. Los jonoine urasade son, que se sepa hasta ahora, el único grupo humano que vive en aislamiento voluntario en toda América fuera de la Cuenca Amazónica. En el corazón del Gran Chaco, viviendo en grupos de unas cincuenta personas, cazando y recolectando, ejerciendo su derecho a la autodeterminación y manteniendo su sistema de vida nómada dentro del bosque, reconocido por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos y por la propia Constitución paraguaya.

Un caso único en América

Solo quedan 120 pueblos aislados en todo el continente americano, la mayoría en la frontera de Brasil con Venezuela, Colombia, Perú y Bolivia. Saben lo que hay fuera: guardias armados de estancias ganaderas, narcotraficantes y contrabandistas de madera, misioneros religiosos y fiscales corruptos. Y no les gusta. Especialistas en conservación ambiental concuerdan con los ayoreo: su supervivencia depende de que se detenga la deforestación en la zona y se garanticen sus títulos de tierra.

Los ayoreo son uno de los diecinueve pueblos indígenas de Paraguay y, como ha ocurrido con los demás, se han convertido en forzados guardianes contra la deforestación. En su caso, del segundo bosque más grande de América del Sur, el Gran Chaco, compartido entre Argentina (60%), Paraguay (23%), Bolivia (13%) y Brasil (4%).

Este ecosistema inmensamente valioso es uno de los lugares del planeta donde más rápido avanza la deforestación. Paraguay fue el país más deforestado de América del Sur desde 1990 hasta 2015, según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). Ahora sigue en segunda posición, según el sistema satelital Global Forest Watch (GFW). Desde 2010, la organización Guyra Paraguay efectúa un monitoreo en todas las tierras del Gran Chaco Americano (Argentina, Paraguay y Bolivia) que han sufrido un cambio de uso. Hasta junio de 2018 sumaban 2.925.030 hectáreas.En junio de 2020, la pérdida de superficie boscosa alcanzó las 33.959 hectáreas, lo cual equivale a casi dos veces el tamaño de la ciudad de Buenos Aires y más de tres veces el de Asunción.

El cálculo de la ONG Guyra Paraguay es que unas 250.000 hectáreas de bosques son destruidas cada año en la zona Occidental. Unas 1.400 hectáreas por día, unos siete árboles por segundo son talados aquí, donde grandes latifundistas como el expresidente paraguayo Horacio Cartes, o empresas inmobiliarias españolas como el Grupo San José, o brasileñas como Yaguareté Pora, compran las tierras ancestrales indígenas que aún no han sido tituladas a su favor y consiguen licencias ambientales para derribar los bosques sin consulta previa, ni reparación prevista a las comunidades nativas que lo reclaman.

Hasta mediados del siglo XX, los ayoreo habitaban un territorio del norte del Chaco cuya extensión superaba las 30 millones de hectáreas (300.000 Km²) en lo que ahora son dos países diferentes: Paraguay y Bolivia. Ocupaban prácticamente todo el espacio al interior del Chaco Boreal delimitado por los ríos Paraguay, Pilcomayo, Parapetí y Río Grande.

Hasta el inicio de los contactos forzados por la sociedad envolvente, alrededor de 1945 en Bolivia y un poco antes de 1960 en Paraguay, tanto la extensión del territorio como el número de integrantes, unas cinco mil personas, se mantuvieron invariables.

«Como recolectores y cazadores, los ayoreo no intentan dominar o transformar la naturaleza ni el mundo. Ellos dependen totalmente de lo que la naturaleza les ofrece. En consecuencia, el ayoreo no destruye ni cambia su medio ambiente, porque su supervivencia sólo es posible si el estado de la naturaleza no es alterado», así lo explican los estudios de Iniciativa Amotocodie.

Los totobiegosode conocieron nuestra sociedad a partir de 1979, a través del grupo evangélico estadounidense «Misión Nuevas Tribus», quienes entraron en su territorio para «evangelizarlos» a la fuerza y, de paso, trasladarlos como mano de obra semiesclava a estancias ganaderas.

Los misioneros ejercen aún influencia en su vida cotidiana, una obsesión de esta organización que perdura hasta hoy, pues mantiene constantes visitas a las comunidades y un puesto en la zona al que intenta atraer a la población indígena bajo la excusa «de enseñarles la palabra de dios».

Desde entonces, cada vez más totobiegosode han ido viéndose obligados a salir del bosque, bien en enfrentamientos violentos o bien cuando ya no tenían más lugar a donde ir. Como es el caso de Ingoi Etacori de 40 años y Carateba Picanere, de 70, que salieron de la selva en 2004 al quedar solos al borde de una carretera abierta por dueños de estancias cercanas. Etacori aún tiene las marcas en la cabeza del pelo trenzado que acostumbraba a llevar, como manda la cultura de su pueblo. Su padre y sus tres hermanos aún viven en el bosque, asegura, mientras sostiene a varios loros verdes en la mano frente a la puerta de su caseta de madera.

Tagüide resume la situación con palabras certeras:

—Sin tierra no hay futuro, no existiríamos más, estaríamos expuestos a la extinción. Para los aislados es aún más drástico, porque ellos no quieren salir de la selva y cuando entran las máquinas tienen miedo.

La colonización del Chaco

La colonización del Chaco comenzó tras la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), en que Brasil y Argentina invadieron y debilitaron fuertemente a un Paraguay que en esta época era autónomo e independiente, con superávit económico y el porcentaje más alto de alfabetización en la región en aquel entonces. Además de los millonarios motines de guerra y la ocupación del país durante doce años, las potencias regionales obligaron a Paraguay a contraer una enorme deuda de reparación de daños imposible de sufragar por el erario público.

La solución tomada para hacer frente a esa extorsión bélica fue la venta en bolsas internacionales de casi todo el territorio chaqueño. Desde entonces, latifundistas y ricas familias de Argentina, Brasil, España, Inglaterra y hasta Corea fueron comprando cantidades inmensas de tierra sin contar nunca con la opinión de los pueblos indígenas.

Así lo resume el abogado Óscar Ayala de la Coordinadora de Derechos Humanos de Paraguay (Codehupy), quien desde hace más de dos décadas colabora con los pueblos nativos de Paraguay para que recuperen sus tierras. Según Ayala, el neoliberalismo no apareció en la década de 1970 en la región, sino en Paraguay en el siglo XIX.

Ayala explica que también empresas de capital extranjero han visto a esta región como un área donde aprovechar para talar sin freno, acaso por la escasa institucionalidad y fragilidad de protección a los pueblos indígenas, o su baja presión tributaria. Ocupando así áreas de dominio de los pueblos indígenas que se ven cada vez más arrinconados por este contexto.

La legislación paraguaya permite, una vez concedida la licencia ambiental, deforestar el 75 por ciento del bosque del terreno. Lo que en palabras de Lovera no sirve para mantener la continuidad del bosque que requieren la flora y la fauna:

“¿Quién garantiza que quede unificada la masa forestal? Desde lo jurídico y lo científico las licencias son todas cuestionables, el Gobierno se ha especializado en vender esas licencias en vez de evaluarlas críticamente. Y así ha condenado a la deforestación a todo el país. Facilitando la salinización de todos esos suelos a niveles extremos. Conformando desiertos cada vez más grandes en lo que antes era pleno bosque”, denunció Ayala.

La pandemia ha llegado a Chaidí y ya recorre, silenciosa, el inmenso Chaco, a pesar del riguroso cumplimiento del aislamiento que han practicado sus integrantes, renunciando a los únicos ingresos económicos que tienen, generados en durísimos trabajos para las estancias vecinas.

—Por suerte estamos aislados de todo.

Concluye Tagüide por teléfono desde el Chaco y recuerda que lo que más les preocupa ahora no es el virus, sino el comienzo de la época de los incendios, en gran parte causados por la quema no controlada de pastizales, una práctica usada por muchos ganaderos, aún prohibido en tiempos de sequía. Por falta de control de las quemas, la práctica sigue siendo muy común, con un impacto desastroso al extenderse.

Ojalá estuvieran verdaderamente aislados.