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La deforestación acaba con el Bosque Atlántico en Paraguay

La deforestación acaba con el Bosque Atlántico en Paraguay

El BAAPA forma parte de una de las 200 ecorregiones más importantes del planeta, identificadas así por la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Integra lo que se conoce como el Bosque Atlántico, que originalmente cubría más de 1.300.000 km² (130 millones de hectáreas) desde la costa atlántica de Brasil hasta la zona noreste de Argentina y el este de Paraguay, país en el que toda la riqueza natural corre un grave peligro.

La devastación de los bosques, que empezó en la región Oriental de Paraguay en los años 70 con el ingreso de la agricultura mecanizada, obligó a que las autoridades piensen en maneras de proteger los bosques y el hábitat de miles de especies que estos alberga. Así fue que se establecieron diversos instrumentos legales, siendo el más importante la creación, en 1994, a través de una ley, del Sistema Nacional de Áreas Protegidas del Paraguay (SINASIP).

Dos años después de la creación del SINASIP, se promulgó, en 1996, la Ley 716 que sanciona delitos contra el medio ambiente. No fueron las únicas normativas creadas. Desde 1990 hasta esta parte, se han formalizado al menos diez leyes bien específicas y concretas que guardan relación directa con la protección ambiental, que procuran resguardar los bosques, los ríos y hasta los suelos. Quizás la más famosa sea la que se dio a conocer como “Ley de Deforestación Cero”, Ley 2.524/2004, que entró en vigencia en 2005 y prohíbe la tala o el desmonte de bosques en toda la región Oriental, debido a las alarmantes cifras de deforestación que se tenían en esos tiempos. A pesar de todas estas normativas, la destrucción del Bosque Atlántico en Paraguay no ha parado.

Un informe de la Universidad Nacional de Asunción (UNA) señala que la región Oriental tenía una superficie boscosa de 5.650.000 hectáreas en 1984. Para 2018, la misma se redujo a 2.745.156 hectáreas, de acuerdo con un informe del Instituto Forestal Nacional (INFONA). Es decir, el 48% de la superficie boscosa se perdió en 34 años. Datos satelitales de GFW apuntan a que la región de influencia del Bosque Atlántico, que abarca 10 de los 14 departamentos de la Región Oriental, pierde un promedio de 49.000 hectáreas al año pese a la Ley de Deforestación Cero.

La extracción de madera, los cultivos de granos y las plantaciones de marihuana figuran como las principales causas. De estas tres actividades, la última es la que se ha instalado con total impunidad en las áreas protegidas de toda la región, destruyendo bosques nativos.
Sin embargo, históricamente, la soja ha sido y sigue siendo la principal razón de tantos desmontes en la zona de influencia del Bosque Atlántico. Según datos del Instituto de Biotecnología Agrícola (INBIO), en la campaña agrícola 2019-2020 la soja ocupó 3.637.511 hectáreas en departamentos que forman parte del BAAPA. Esto le sirvió a Paraguay para convertirse en el quinto mayor productor de soja en el mundo, con una producción de 9,9 millones de toneladas. Así señala el informe del departamento de Agricultura de Estados Unidos, país que es el segundo productor mundial con 96,8 millones de toneladas, por detrás de Brasil, que sigue siendo el mayor productor sojero del planeta con 125 millones de toneladas en la referida campaña.

Según la Cámara Paraguaya de Exportadores y Comercializadores de Cereales y Oleaginosa (CAPECO), en la zafra de 1996 – 1997, el territorio de siembra de todos los granos en todo el territorio Paraguayo abarcó un total de 1.050.000 hectáreas, incluyendo la soja, maíz y el arroz, entre otros. En esa misma época, la superficie boscosa en la región Oriental de Paraguay era de 4.208.700 hectáreas, según datos del Ministerio del Ambiente. Veinte años después, la realidad ya se torna diferente; la soja llegó a las 3,6 millones de hectáreas solamente en la región Oriental, mientras que la superficie boscosa bajó a 2.745.156 hectáreas, según informes satelitales de la GFW.

Actualmente, una gran parte de este remanente boscoso se mantiene en zonas de reservas o parques nacionales, que están cada vez más asfixiados por las plantaciones de soja que, en la mayoría de los casos, sobrepasan las líneas de amortiguamiento que deben servir para proteger el núcleo de los bosques. Actualmente, en la Región Oriental, al menos 1.700.000 hectáreas están dentro de áreas protegidas, monitoreadas mediante el SINASIP. Para proteger todo este territorio, el Ministerio del Ambiente cuenta con 53 guardaparques, cuando la cantidad ideal, según los propios técnicos de esta institución, sería al menos 250 guardaparques para hacer un control eficaz. La falta de presupuesto ministerial hace imposible contratar mayor personal forestal.

La Global Forest Watch (GFW) forma parte de un proyecto del Instituto de Recursos Mundiales (WRI, por sus siglas en inglés) y Google, que cuenta con información y colaboración de 40 instituciones internacionales. Se trata de una herramienta que hace un monitoreo diario de las pérdidas de bosques en todo el mundo en tiempo real, gracias a un diverso sistema satelital. La base de datos abarca información desde el 2001 hasta el 2019.

En lo que respecta a Paraguay, los datos de la GFW son brutales. Durante ese periodo el país perdió 6.033.095 hectáreas de cobertura arbórea, es decir, el 14% del territorio país (40.675.200 hectáreas), cifra que en toda Sudamérica es únicamente superada por el gigante del continente, Brasil, que se ubica como el número uno en desmonte a nivel mundial con 56 millones de hectáreas perdidas de 2001 a 2019, pero que en porcentaje representa el 6% de todo su territorio. Es decir, respecto a su superficie, Paraguay perdió más hectáreas de bosques que el mismo Brasil en los últimos 19 años.

El Tekoha Guasu en peligro

La reserva para Parque San Rafael es el territorio ancestral de la comunidad indígena Mbya Guaraní. Este remanente boscoso de unas 73.000 hectáreas, enclavado entre los departamentos de Itapúa y Caazapá, es conocido por los indígenas como su “Tekoha Guasu”, que más que un nombre, es una forma de entender la vida para los indígenas. No se trata solamente del lugar de residencia, sino que es el conjunto de cosas; El ambiente, el suelo, el agua, el aire que respiran, la lluvia, el frío, el calor, toda esa conjunción de una vida armoniosa con animales y plantas.

Allí han vivido generaciones enteras de los Mbya Guaraní, que han sido testigos en primera persona de la deforestación a gran escala de su territorio. Los Mbya Guaraní han visto cómo el lugar sagrado que es su Tekoha Guasu se va destruyendo año tras año. Han sufrido la desidia de las autoridades estatales y sobre todo, han sentido lo que es el olvido.

A principios de 2015, se juntaron casi 10 mil firmas para convertir la Reserva San Rafael/Tekoha Guasu en un parque nacional, para finiquitar el proceso de “Reserva para Parque”. Una denominación oficial que aparece en el propio Decreto 13.680 de 1992 mediante el cual se formó esta área protegida.

Entre las 10 mil firmas, no había una sola que sea de los indígenas Mbya Guaraní. Debido a eso, desde las organizaciones indígenas se movilizaron para que sean tenidos en cuenta con respecto a lo que se haría con las tierras en las que habitan. Por décadas, los indígenas que viven en el Tekoha Guasu/Reserva para Parque San Rafael han sido ignorados como parte de la vida misma de esta área protegida.

Arroyo Moroti es una comunidad indígena del pueblo Mbya que vive dentro de la Reserva para parque San Rafael/ Tekoha Guasu. Cerca de 50 familias hacen parte de esta comunidad, que viven en condiciones de extrema pobreza. Los incendios de noviembre de 2020 consumieron sus plantaciones de yerba mate y varias de las precarias viviendas de esta gente.

La comunidad tiene al menos 1.000 hectáreas tituladas dentro del Tekoha Guasu. Eusebio Chaparro, líder de Arroyo Moroti, dice que no reciben ninguna ayuda estatal desde hace tiempo, ni siquiera luego de los incendios ni durante la pandemia. Mientras Chaparro habla, unos niños de la comunidad se sientan en el suelo y escuchan. La pequeña escuela prácticamente dejó de operar desde mediados de marzo de 2020, con la llegada del Coronavirus a la región, cuenta Chaparro.

Chaparro es un hombre de estatura pequeña que habla lento. Dice que los indígenas de la zona se sienten totalmente abandonados, ya que deben soportar las consecuencias de la deforestación en sus diferentes facetas. Desde la expansión de grandes cultivos hasta la penetración de grupos narcos a sus reservas y bosques.

En toda el área protegida viven 22 comunidades indígenas que están dentro mismo del núcleo de la Reserva para Parque / Tekoha Guasu y 14 se ubican en la zona de influencia de la misma.

La debilidad estatal

Rodrigo Zárate, directivo de Guyra Paraguay, una organización que trabaja hace 20 años en la conservación del ambiente en la zona del Bosque Atlántico, sostiene que la situación actual es catastrófica, ya que a pesar de que existe una ley de prohibición, la destrucción de bosques no ha parado.

Zárate recuerda que en principio, los problemas eran los traficantes de madera y los cazadores furtivos, que se convirtieron en grandes dolores de cabeza para los guardaparques, para la gente que trabajaba en la protección del área protegida y para las comunidades indígenas.

Esta problemática fue mutando, señala Zárate, puesto que con el paso de los años, la zona empezó a ser un caldo de cultivo para productores de marihuana, que encontraron en las áreas protegidas de la región Oriental un lugar seguro para extender sus cultivos. Esta situación afectó la vida de las comunidades campesinas e indígenas que viven en la zona.

Un informe de la Secretaría Nacional Antidrogas (SENAD) indica que desde 2018 hasta mitad de 2020 se han decomisado 81.982 kilogramos de marihuana, que fueron procesados en parcelas dentro de cuatro áreas protegidas que forman parte del SINASIP en la región Oriental, que son las de San Rafael, Mbaracayú (Canindeyú), Reserva Morombí (Caaguazú y Canindeyú) y el Parque Nacional Caazapá (Caazapá).

En la denominada “lucha contra las drogas”, la presencia de estas áreas protegidas se convirtieron en un territorio efectivo para que los narcotraficantes operen con impunidad. Si bien hay cantidades importantes de parcelas destruidas cada año por los agentes antidrogas, la realidad es que no hay ningún responsable detenido o procesado por la destrucción ambiental.

Para quienes trabajan en la conservación de estas áreas protegidas, el ingreso del mundo narco se ha sumado a una serie de ilícitos ya existentes como el tráfico de rollos, la invasión de tierra y la expansión insaciable de las plantaciones de soja, que van acogotando los bosques.

El Ministerio Público tiene 27 agentes especializados en la Unidad Ambiental. En algunas zonas sensibles, como los departamentos de Canindeyú, Guairá, San Pedro o Itapúa, la fiscalía tiene apenas un agente por cada localidad, y en muchos casos, estos agentes tienen que atender también otros casos penales.

José Luis Cartes, director de Guyra Paraguay, cuenta que la Reserva para Parque San Rafael/Tekoha Guasu es un reflejo de todo lo que ocurre en todos las otras áreas protegidas de la región. “Los problemas se fueron agravando cada vez más. Cada época de elecciones políticas las cosas se ponen peor, con mayor cantidad de hechos ilegales, de invasiones” dice. Cartes recuerda que la Ley 352/94 de áreas silvestres protegidas establece que si existe un excedente de tierra fiscal – que es lo que alegan generalmente quienes invaden las tierras de las reservas o parques nacionales- el mismo debe pasar a formar parte del área protegida de forma automática, explica Cartes.

Actualmente, la Reserva para parque San Rafael/Tekoha Guasu soporta dos grandes incursiones de grupos de personas. La preocupación de las organizaciones que trabajan en la conservación de este lugar se basa en que este tipo de situaciones termina, casi con seguridad, con el desmonte de más bosques, a criterio de Cartes.

Los desmontes por incendios

A todo lo citado se suman también los incendios, que forman parte de los sucesos que provocan desmontes. Estas tragedias ambientales perjudican enormemente a las comunidades indígenas, a la fauna y la flora, en suma, a toda la biodiversidad.

En la sede operativa de la Organización Pro Cordillerana San Rafael (PRO COSARA), que trabaja en pleno corazón de la Reserva para Parque San Rafael/Tekoha Guasu, al menos 25 familias de la comunidad campesina Santa Ana, colindante con la zona de amortiguamiento del área protegida, fueron evacuadas debido a los incendios que azotaron toda la zona en noviembre de 2020 y destruyeron sus hogares.

Los operarios de PRO COSARA, que trabajaron durante días contra los incendios y también para evacuar a las personas, siguen en la labor de conseguir alimentos para esta gente, sobre todo a los niños y niñas, que hay en buena cantidad.

Para Alicia Eisenkölbl, directora ejecutiva de PRO COSARA, el hecho puntual que genera toda esta cadena de situaciones desfavorables es la indefinición legal de la Reserva San Rafael/Tekoha Guasu, que hasta ahora no aparece como Parque Nacional en el orden jurídico nacional.
“El San Rafael es un área que no está consolidado como Parque Nacional y ese es un gran problema. La pérdida de biodiversidad que tenemos con los incendios y con los desmontes después es muy importante”, relata Alicia.

Para la ambientalista, la problemática no se reduce solamente a un problema ambiental, sino que arrastra una carga social muy importante, ya que las comunidades -sobre todo indígenas- que viven en la Reserva para Parque San Rafael/Tekoha Guasu se ven muy afectadas por la deforestación que sufre el área protegida, ya sea por desmonte (para mecanizada o plantaciones de marihuana) o incendios.
Eisenkölbl tiene fe en que mínimamente las áreas protegidas puedan estar bajo resguardo.

Las reservas y parques son la última esperanza para que las generaciones futuras puedan disfrutar de bosques naturales y las comunidades indígenas puedan seguir viviendo mínimamente en sus entornos en la región Oriental del Paraguay.

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Introducción

Introducción

Este dossier es una selección de sólo 20 casos, considerados representativos, a través de los cuales se pretende visibilizar las diversas situaciones que las comunidades deben afrontar día a día. Los reportajes fueron elaborados por un equipo periodístico seleccionado cuidadosamente por su compromiso con los derechos humanos y el medio ambiente.

El documento está dividido en tres columnas principales: asuntos forestales, donde se desarrollan las problemáticas de deforestación e incendios forestales; agronegocio, que abarca la fumigación de la soja y su impacto social y ambiental, las empresas y derechos humanos, así como la titulación y asuntos de la tierra. Por último, se habla sobre los derechos básicos universales, haciendo foco en el acceso al agua y su vínculo con la salud.

En la fase inicial se realizó un proceso de talleres con el objetivo de que las distintas organizaciones y asociaciones de la sociedad civil locales manifiesten, en primera voz, las distintas situaciones y problemáticas a las que se enfrentan sobre sus derechos humanos, cómo esto afecta al medio ambiente. Este proceso demostró, una vez más, como a lo largo de las últimas décadas, la deforestación se ha convertido en un elemento recurrente en lo que se refiere a violaciones a los derechos humanos. El factor común es que las víctimas principales son comunidades rurales, indígenas y campesinas de las regiones Oriental y Occidental del país, con diferentes matices.

Si bien son regiones diferentes en cuanto a biodiversidad, son parecidas en los problemas que acarrean los desmontes para las comunidades; como la pérdida de sus servicios ecosistémicos y la migración forzada a zonas urbanas. Los bosques nativos además sirven de hogar para la sobrevivencia socio-cultural y la subsistencia económica de varias comunidades indígenas.

Las actividades económicas ligadas a la agricultura y la ganadería requieren de muchas hectáreas para su crecimiento y se expanden con tanta fuerza en la región Oriental, que en 2004, con apenas 20% del Bosque Atlántico del Alto Paraná (BAAPA) en pie, el Estado paraguayo se vio obligado a emitir una legislación para evitar la destrucción total de los bosques. Así nació la conocida “Ley de deforestación cero” promulgada ese mismo año y cuya última renovación se logró a finales de 2020, asegurando su vigencia hasta 2030.

El Bosque Atlántico del Alto Paraná es una ecorregión que forma parte de las 200 más importantes del mundo, identificada así por la propia Organización de las Naciones Unidas (ONU). El BAAPA cubre 10 de los 14 departamentos de esta región y a pesar de normativas en contra, cada año, sigue siendo víctima de deforestación, fragmentación y degradación de los remanentes boscosos.

A pesar de la triste experiencia del BAAPA, el Gobierno paraguayo no aprendió la lección, y esta región tuvo que llegar a un punto de degradación extrema para que actuaran en su defensa. Ignorando este precedente, el Estado continúa sometiendo a ese mismo riesgo a otras regiones sensibles. En todos estos años no se previeron políticas públicas ambientales, sistemas de control y fiscalización eficientes ni la actualización de normativas ambientales que sean lo suficientemente efectivas para asegurar la conectividad de los ecosistemas, ni la restauración de ecosistemas degradados a nivel país. El Chaco-Pantanal es entre estos, el que mayor peligro corre.

En la Región Occidental, la expansión de la producción ganadera se ha convertido en la principal causa de la deforestación. Aunque en los últimos años también el agronegocio está extendiendo sus dominios en territorios chaqueños. Esta región forma parte del Gran Chaco Americano y el Pantanal, un amplio territorio compartido con Brasil, Bolivia y Argentina.

En 2019 se registraron varios focos de incendio en todo el Chaco, que afectaron a comunidades humanas asentadas históricamente en estas tierras que hoy se convierten en un hervidero, por las llamas y por el humo que impregna todo el ambiente. El gran Pantanal, que comparte territorio entre Brasil, Bolivia y Paraguay, también fue víctima de los fuegos. Solamente en este gran complejo ambiental se estima la pérdida de 768 mil hectáreas.

Los incendios forestales que se tuvieron a gran escala en 2019 y 2020 destruyeron comunidades enteras, tanto en zonas rurales como urbanas en todo el país, además de la evidente afectación a la flora y fauna local. A pesar de que el propio Ministerio del Ambiente habla de que el 99% de los incendios se da por intervención humana, también este delito queda absolutamente impune en el país. Una de las costumbres dentro de la práctica agrícola, por ejemplo, es la quema de pastizales dentro del trabajo de cambio de uso de suelo.

Si bien el principal problema con la pérdida de bosques en el país obedece al modelo de agronegocio actual, desde mediados de los años ‘90 un nuevo y violento actor entró a escena: el narcotráfico. Miles de hectáreas de bosques se perdieron en los últimos 10 años en plenas áreas protegidas del BAAPA por el cultivo de marihuana, un negocio manejado por narcotraficantes de frontera que hasta ahora no dejó ni una sola persona detenida por la destrucción de los bosques, pero sí mucho dinero para los financistas.

Este reporte también se enfoca en el derecho a la tierra. La lucha de comunidades indígenas, como los Yshir Ybytoso, un pueblo indígena que habita hace 500 años la zona de Bahía Negra, Alto Paraguay, pero que hoy encuentran que, a gran parte de sus cielos, sus tierras, ríos y bosques, le ponen un cerco con cartel de “propiedad privada”. Una situación que resulta difícil de comprender para quienes creen que el ambiente no pertenece a nadie, sino que es de todos y que, por lo tanto, lo cuidan como su hogar. A pesar de esto, los yshir se adecuan a los documentos y papeles que dictan los tiempos modernos, por lo que están luchando a través de ellos para conseguir que sus tierras ancestrales sean reconocidas y respetadas.

Estas problemáticas no se limitan a zonas rurales. Una comunidad enclavada en plena ciudad de Luque, a 14 kilómetros de Asunción, sufre desde hace tiempo lo que es vivir en una cloaca a cielo abierto por la contaminación que generan las curtiembres de la zona.

Las comunidades resisten, pese a todo. Luchan día a día por algo tan básico como el acceso al agua potable, un derecho humano universal violado en numerosos puntos del país como el Chaco, e incluso en el Pantanal, el humedal de agua dulce más grande del mundo.

El acceso al agua potable, la contaminación, la lucha por la tierra, la pérdida cultural que sufren las comunidades indígenas y el atropello a sus tierras con la deforestación, con el avance del agronegocio o la lenta muerte de las áreas protegidas, y en general, el abandono del Estado, son algunas de las situaciones que se presentan y que este material muestra con un relato detallado.

Se trata en varios de los casos, de historias de resistencia ante un sistema judicial ineficiente, que parece negar estos atropellos. Un poder legislativo que los ignora y un ejecutivo que no ha hecho más que falsas promesas. Muchos de los casos que podrán leer en este documento, pudieron solucionarse hace muchos años, pero en cada causa se podrá leer el patrón común: el desinterés de un Estado que los mantiene olvidados a su suerte.

Exponer los problemas e intentar encontrar soluciones para estos pueblos es lo que se pretende relatando cada uno de los casos, dar un alivio a aquellos valientes dirigentes que no descansan en su lucha, pero también a aquellos que no pueden más que pelear día tras día por respirar, por beber y por tener un plato de comida en su mesa.

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Los Guardianes de las tierras más vírgenes del Gran Chaco

Los Guardianes de las tierras más vírgenes del Gran Chaco

Cazadores furtivos, narcotraficantes, misioneros cristianos y una de las tasas de deforestación más altas del mundo amenazan el aislamiento voluntario del pueblo ayoreo totobiegosode. Los ayoreo que han sido expulsados del bosque deben superar el shock de adaptarse a la sociedad industrializada y, además, plantar cara a la deforestación que nunca se detiene.

Basta usar Google Maps para observar cómo el territorio ancestral ayoreo, que antes ocupaba 30 millones de hectáreas de bosques vírgenes entre Bolivia y Paraguay, está siendo arrasado y sustituido por actividades productivas. Unas 250.000 hectáreas de bosques, como el quebracho blanco y otras especies centenarias chaqueñas, están siendo taladas cada año para producir el carbón que se envía a las barbacoas europeas y estadounidenses, según estudios de la ONG Guyra Paraguay.

“No queremos más contactos, nos sirve esto, nuestro hábitat sigue existiendo, no queremos ser parte del desmonte ni de la ganadería. No queremos ser peones en las estancias y vivir en campos de concentración”, dice Tagüide Picanerai, uno de los portavoces de los ayoreo totobiegosode, el único que vive en Asunción, la capital paraguaya, donde estudia en la universidad para ser maestro.

Tagüide habla ayoreo, guaraní y español (los dos últimos, idiomas oficiales de Paraguay) y es el principal enlace entre los clanes totobiegosode, uno de los siete subgrupos ayoreo, pueblo formado por 8.000 personas y transfronterizo entre Bolivia y Paraguay. Sus padres vivían en el bosque hasta que fueron obligados a salir en 1986 a tiros, literalmente. Él nació dos años después en Campo Loro, un centro de refugiados donde los misioneros confinaron a distintas etnias del Chaco que fueron desterradas desde 1970, en plena dictadura militar de Alfredo Stroessner, la más larga de América del Sur (1954-1989).

Es de noche en Chaidí, la aldea de cabañas de madera de palo santo y suelo de tierra que en idioma ayoreo significa asiento. Allí viven unas 200 personas totobiegosode que fueron expulsadas a la fuerza de su vida nómada en los bosques vírgenes del Gran Chaco. Contactos violentos de madereros, traficantes y militares han afectado a todos los pobladores originarios del Chaco desde la colonización europea, pero una parte de los ayoreo totobieogosode han logrado resistir y mantener hasta hoy su forma de vida.

Chaidí significa también «refugio» en su idioma materno, porque es donde se ha ido quedando en los últimos 20 años la mayoría de los que fueron expulsados del bosque por misioneros y militares. Esta comunidad vive en lo que los antropólogos llaman «situación de contacto inicial con la sociedad envolvente», que somos nosotros: los periodistas, los ganaderos, los madereros, los misioneros, los capitalinos, el Estado, las organizaciones no gubernamentales (ONG), las sectas, las inmobiliarias, los inversores extranjeros…

Chaidí está lejos en el tiempo y en el espacio. Tras unos 500 kilómetros de viaje desde la capital, pasando también humedales que visitan loros, cuervos, jaguares, osos hormigueros, armadillos y serpientes, al llegar a la ciudad de Filadelfia, la urbe más grande del Chaco, la región menos poblada de Paraguay, aún faltan dos horas de todoterreno por casi un centenar de kilómetros de caminos enlodados.

Junto a su padre y al resto de hombres adultos de la comunidad, Tagüide patrulla armado con una escopeta y un GPS (sistema de posicionamiento global) las tierras comunales tituladas a nombre de su pueblo tras más de dos décadas de lucha judicial. A petición de los ayoreo totobiegosode, la organización no gubernamental GAT en 1993 inició los trámites jurídico-administrativos ante el Estado paraguayo para la restitución de 550.000 hectáreas de monte virgen ubicado en el departamento Alto Paraguay. Es solo una parte de su territorio tradicional, estimado en unos 2,8 millones de hectáreas en Paraguay. Fue reconocida en el año 2001 como Patrimonio Natural y Cultural (tangible e intangible) Ayoreo Totobiegosode por el Gobierno paraguayo, pero hasta ahora solo han sido tituladas unas 140.000 hectáreas y son prácticamente los últimos remanentes vírgenes del Chaco que quedan en el país. Recorren el territorio rebosante de aire caliente y tierra seca para documentar las invasiones y expulsar a los madereros y a los estancieros de ganado que abusan de su poder, quitándoles bosques con sus máquinas y tierras con sus cercados.

Cada vez hay menos bosque. Más y más árboles cayendo cada día que no se ven ni se oyen en las capitales del mundo pero que son como terremotos para las personas que viven en el bosque y con el bosque. Así como para la flora y fauna del Gran Chaco y de toda América. Cada vez hay menos bosque. Cada vez, hay menos.

En uno de sus patrullajes en junio de 2020, el grupo de guardianes ambientales ayoreo totobiegosode descubrió tractores y buldóceres amarillos parecidos a los que se usan para derribar edificios. En menos de 48 horas, esas máquinas estruendosas destruyeron 800 hectáreas de bosque. Una superficie inmensa ha quedado ahora cubierta de ramas rotas, tierra revuelta y raíces del revés; de troncos centenarios rotos y arrancados. Ni pájaros quedan. Los ayoreo tomaron fotos e hicieron la denuncia a la Fiscalía. Hasta agosto estaban esperando que alguien del Ministerio Público apareciera a constatar los hechos y perseguir a los culpables.

La zona destruida es un corredor por donde transitan (o transitaban) habitualmente los jonoine urasade, el subgrupo de ayoreo totobiegosode, familiares directos de Tagüide, su padre Porai y otros grupos ayoreo como los garaygosode y guidaigosode. Los jonoine urasade son, que se sepa hasta ahora, el único grupo humano que vive en aislamiento voluntario en toda América fuera de la Cuenca Amazónica. En el corazón del Gran Chaco, viviendo en grupos de unas cincuenta personas, cazando y recolectando, ejerciendo su derecho a la autodeterminación y manteniendo su sistema de vida nómada dentro del bosque, reconocido por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos y por la propia Constitución paraguaya.

Un caso único en América

Solo quedan 120 pueblos aislados en todo el continente americano, la mayoría en la frontera de Brasil con Venezuela, Colombia, Perú y Bolivia. Saben lo que hay fuera: guardias armados de estancias ganaderas, narcotraficantes y contrabandistas de madera, misioneros religiosos y fiscales corruptos. Y no les gusta. Especialistas en conservación ambiental concuerdan con los ayoreo: su supervivencia depende de que se detenga la deforestación en la zona y se garanticen sus títulos de tierra.

Los ayoreo son uno de los diecinueve pueblos indígenas de Paraguay y, como ha ocurrido con los demás, se han convertido en forzados guardianes contra la deforestación. En su caso, del segundo bosque más grande de América del Sur, el Gran Chaco, compartido entre Argentina (60%), Paraguay (23%), Bolivia (13%) y Brasil (4%).

Este ecosistema inmensamente valioso es uno de los lugares del planeta donde más rápido avanza la deforestación. Paraguay fue el país más deforestado de América del Sur desde 1990 hasta 2015, según la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). Ahora sigue en segunda posición, según el sistema satelital Global Forest Watch (GFW). Desde 2010, la organización Guyra Paraguay efectúa un monitoreo en todas las tierras del Gran Chaco Americano (Argentina, Paraguay y Bolivia) que han sufrido un cambio de uso. Hasta junio de 2018 sumaban 2.925.030 hectáreas.En junio de 2020, la pérdida de superficie boscosa alcanzó las 33.959 hectáreas, lo cual equivale a casi dos veces el tamaño de la ciudad de Buenos Aires y más de tres veces el de Asunción.

El cálculo de la ONG Guyra Paraguay es que unas 250.000 hectáreas de bosques son destruidas cada año en la zona Occidental. Unas 1.400 hectáreas por día, unos siete árboles por segundo son talados aquí, donde grandes latifundistas como el expresidente paraguayo Horacio Cartes, o empresas inmobiliarias españolas como el Grupo San José, o brasileñas como Yaguareté Pora, compran las tierras ancestrales indígenas que aún no han sido tituladas a su favor y consiguen licencias ambientales para derribar los bosques sin consulta previa, ni reparación prevista a las comunidades nativas que lo reclaman.

Hasta mediados del siglo XX, los ayoreo habitaban un territorio del norte del Chaco cuya extensión superaba las 30 millones de hectáreas (300.000 Km²) en lo que ahora son dos países diferentes: Paraguay y Bolivia. Ocupaban prácticamente todo el espacio al interior del Chaco Boreal delimitado por los ríos Paraguay, Pilcomayo, Parapetí y Río Grande.

Hasta el inicio de los contactos forzados por la sociedad envolvente, alrededor de 1945 en Bolivia y un poco antes de 1960 en Paraguay, tanto la extensión del territorio como el número de integrantes, unas cinco mil personas, se mantuvieron invariables.

«Como recolectores y cazadores, los ayoreo no intentan dominar o transformar la naturaleza ni el mundo. Ellos dependen totalmente de lo que la naturaleza les ofrece. En consecuencia, el ayoreo no destruye ni cambia su medio ambiente, porque su supervivencia sólo es posible si el estado de la naturaleza no es alterado», así lo explican los estudios de Iniciativa Amotocodie.

Los totobiegosode conocieron nuestra sociedad a partir de 1979, a través del grupo evangélico estadounidense «Misión Nuevas Tribus», quienes entraron en su territorio para «evangelizarlos» a la fuerza y, de paso, trasladarlos como mano de obra semiesclava a estancias ganaderas.

Los misioneros ejercen aún influencia en su vida cotidiana, una obsesión de esta organización que perdura hasta hoy, pues mantiene constantes visitas a las comunidades y un puesto en la zona al que intenta atraer a la población indígena bajo la excusa «de enseñarles la palabra de dios».

Desde entonces, cada vez más totobiegosode han ido viéndose obligados a salir del bosque, bien en enfrentamientos violentos o bien cuando ya no tenían más lugar a donde ir. Como es el caso de Ingoi Etacori de 40 años y Carateba Picanere, de 70, que salieron de la selva en 2004 al quedar solos al borde de una carretera abierta por dueños de estancias cercanas. Etacori aún tiene las marcas en la cabeza del pelo trenzado que acostumbraba a llevar, como manda la cultura de su pueblo. Su padre y sus tres hermanos aún viven en el bosque, asegura, mientras sostiene a varios loros verdes en la mano frente a la puerta de su caseta de madera.

Tagüide resume la situación con palabras certeras:

—Sin tierra no hay futuro, no existiríamos más, estaríamos expuestos a la extinción. Para los aislados es aún más drástico, porque ellos no quieren salir de la selva y cuando entran las máquinas tienen miedo.

La colonización del Chaco

La colonización del Chaco comenzó tras la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), en que Brasil y Argentina invadieron y debilitaron fuertemente a un Paraguay que en esta época era autónomo e independiente, con superávit económico y el porcentaje más alto de alfabetización en la región en aquel entonces. Además de los millonarios motines de guerra y la ocupación del país durante doce años, las potencias regionales obligaron a Paraguay a contraer una enorme deuda de reparación de daños imposible de sufragar por el erario público.

La solución tomada para hacer frente a esa extorsión bélica fue la venta en bolsas internacionales de casi todo el territorio chaqueño. Desde entonces, latifundistas y ricas familias de Argentina, Brasil, España, Inglaterra y hasta Corea fueron comprando cantidades inmensas de tierra sin contar nunca con la opinión de los pueblos indígenas.

Así lo resume el abogado Óscar Ayala de la Coordinadora de Derechos Humanos de Paraguay (Codehupy), quien desde hace más de dos décadas colabora con los pueblos nativos de Paraguay para que recuperen sus tierras. Según Ayala, el neoliberalismo no apareció en la década de 1970 en la región, sino en Paraguay en el siglo XIX.

Ayala explica que también empresas de capital extranjero han visto a esta región como un área donde aprovechar para talar sin freno, acaso por la escasa institucionalidad y fragilidad de protección a los pueblos indígenas, o su baja presión tributaria. Ocupando así áreas de dominio de los pueblos indígenas que se ven cada vez más arrinconados por este contexto.

La legislación paraguaya permite, una vez concedida la licencia ambiental, deforestar el 75 por ciento del bosque del terreno. Lo que en palabras de Lovera no sirve para mantener la continuidad del bosque que requieren la flora y la fauna:

“¿Quién garantiza que quede unificada la masa forestal? Desde lo jurídico y lo científico las licencias son todas cuestionables, el Gobierno se ha especializado en vender esas licencias en vez de evaluarlas críticamente. Y así ha condenado a la deforestación a todo el país. Facilitando la salinización de todos esos suelos a niveles extremos. Conformando desiertos cada vez más grandes en lo que antes era pleno bosque”, denunció Ayala.

La pandemia ha llegado a Chaidí y ya recorre, silenciosa, el inmenso Chaco, a pesar del riguroso cumplimiento del aislamiento que han practicado sus integrantes, renunciando a los únicos ingresos económicos que tienen, generados en durísimos trabajos para las estancias vecinas.

—Por suerte estamos aislados de todo.

Concluye Tagüide por teléfono desde el Chaco y recuerda que lo que más les preocupa ahora no es el virus, sino el comienzo de la época de los incendios, en gran parte causados por la quema no controlada de pastizales, una práctica usada por muchos ganaderos, aún prohibido en tiempos de sequía. Por falta de control de las quemas, la práctica sigue siendo muy común, con un impacto desastroso al extenderse.

Ojalá estuvieran verdaderamente aislados.